Ibán Díaz Parra / 24/08/2012
En los últimos años he oído
hablar de que la causa de la crisis es el sistema financiero, las hipotecas
basura, la codicia de los mercados, la mala gestión de los políticos y las
instituciones reguladoras, etcétera, etcétera. Probablemente todas esta tienen
parte de razón, algunas bastante más que otras. Sin embargo, como decía hace
algún tiempo David Harvey (ver Crises of Capitalism <
http://youtu.be/qOP2V_np2c0>), parece que lo último que se les ha pasado por
la cabeza a la mayor parte de economistas y/u opinadores profesionales es que
la causa de la crisis sea el propio sistema, que se trate de una crisis
estructural.
También hace años, alguien preguntó en un grupo de discusión en el
que participaba si la crisis que entonces empezaba a vislumbrarse era una
típica crisis de producción. Entonces consideraba que sí, y es una opinión que
sigo manteniendo.
La teoría clásica de la crisis
En la teoría marxista clásica
las crisis capitalistas tienen su origen en empresas que no encuentran mercado
para su producción. Sobreproducción por lo tanto que tiende a coexistir con una
situación de desempleo, que no es en conjunto sino capital y fuerza de trabajo
(otro tipo de capital) que no encuentran oportunidades para ser invertidos y
generar beneficios. Esto no quiere decir que no haya escasez. La
sobreproducción implica excedentes de mercancías y las mercancías no se dirigen
a cubrir las necesidades humanas sino la demanda solvente. Así, podemos
encontrar un stock, por ejemplo mercancía-vivienda, que no encuentra salida al
mercado y por lo tanto se acumula sin ser utilizado. ¿A alguien le suena esto?
En este país hay 3.5 millones de viviendas vacías y, sin embargo, en un
contexto de destrucción de empleo, miles de familias encuentran problemas para
solucionar una necesidad tan básica como es la de tener un techo.
La causa de que el sistema
capitalista tienda a desembocar en este tipo de crisis es que, tras un periodo
de expansión, la diferencia entre la capacidad de producción y la demanda
solvente se hace cada vez más profunda, así que la demanda se hace
insuficiente, los precios se estancan y bajan, caen las ganancias, las empresas
quiebran y los trabajadores se quedan en el paro. Así que, para enfrentarse a
la crisis o para evitarlas, hay que crear oportunidades donde invertir capital
y mano de obra y/o incrementar la demanda solvente. Ambas cosas están
íntimamente relacionadas, dado que si se destruyen puestos de trabajo, la
demanda solvente se reduce y viceversa.
Así las cosas, diría que las
últimas crisis del capitalismo global, desde la década de los setenta, han sido
crisis de las soluciones para evitar la crisis de sobreproducción. Estas
soluciones han sido, primero, la intervención del Estado sobre la economía y,
segundo, la liberalización del sistema financiero y la creación de complejos
sistemas de deuda. En ambos casos la cuestión de la vivienda y la urbanización
en general han jugado un papel fundamental (y esta última es una idea que tomo
directamente de David Harvey que a su vez trabaja sobre las tesis de Henri
Lefebvre).
La solución estatal
Vamos con la crisis de los
setenta. Esta fue una crisis del sistema de regulación fordista-keynesiano, que
se habría desarrollado a su vez como respuesta a la terrible crisis del 29 y a
la depresión de los años 30 del siglo XX. El problema era alcanzar un conjunto
de estrategias que pudieran estabilizar el capitalismo en las cuales la
intervención del Estado, frente al liberalismo predominante con anterioridad,
iba a jugar un papel crucial. Frente a la crisis de sobreproducción Keynes
propugnaba la intromisión del Estado en la gestión de la relación entre fuerza
de trabajo y acumulación del capital. El principal problema a solucionar era
mantener el poder adquisitivo, distribuir salario y renta para conseguir elevar
el nivel de consumo y salir de la recesión. Tras una crisis de la actividad en
la que economía se estanca, la única forma de salir del circulo vicioso de
“reducción del consumo=reducción de la producción=desempleo= reducción del
consumo” es incrementar el consumo mediante la intervención del Estado en la
economía.
En este periodo el Estado
asumió varias obligaciones. Para empezar, la producción en masa fordista (que
ya venía desarrollándose antes de la crisis, pero que alcanza su madurez tras
la IIGM) exigía fuertes inversiones en infraestructuras y necesitaba a su vez
condiciones de demanda relativamente estables para ser rentable. Así, durante
el período de posguerra el Estado trató de dominar los ciclos de los negocios
por medio de una mezcla apropiada de políticas fiscales y monetarias. Estas
políticas estaban dirigidas hacia aquellas áreas de inversión pública
(transporte, servicios públicos, etc.) que eran vitales para el crecimiento de
la producción y del consumo masivo, y que también garantizarían el pleno
empleo. Los gobiernos también se dedicaron apuntalar fuertemente el salario
indirecto a través de desembolsos destinados a la seguridad social, al cuidado
de la salud, la educación, la vivienda y cuestiones semejantes. Además, el
poder estatal afectaba, de manera directa o indirecta, los acuerdos salariales
y los derechos de los trabajadores. Esta fue base para el prolongado boom de
posguerra, en el que los países capitalistas avanzados alcanzaron fuertes tasas
de crecimiento económico, se elevaron los niveles de vida y se frenaron las
tendencias a la crisis. Todo ello con un indudable coste ecológico y limitado a
un ámbito geopolítico muy definido, por supuesto.
Un elemento al que Harvey
concede un gran peso en esta ola de expansión es el crecimiento urbano y, para
el caso anglosajón, la suburbanización. El auge de los espacios residenciales
suburbanos, se produce en EEUU y RU especialmente tras la IIGM. Este modelo de
urbanización se basaba en la compra de viviendas en propiedad y en la
construcción de zonas residenciales de bajas densidades, dando lugar a un
inmenso mercado del suelo y la vivienda, además del desarrollo de innovadores
sistemas de crédito a las familias. Asimismo, otros aspectos fundamentales del
modelo fueron el automóvil privado como solución primordial al desplazamiento y
la construcción de autopistas. Así que, los crecientes capitales y la mano de
obra eran absorbidos por la fábrica fordista, pero también por la construcción
de grandes infraestructuras y por la construcción y reconstrucción de ciudad.
En la Europa continental, la suburbanización tiene un peso menor y su
desarrollo es más tardío. De hecho su verdadero auge comienza a partir de la
década de los setenta. No obstante, el mismo papel que juegan los suburbios en
el caso estadounidense, lo juegan los barrios funcionalistas periféricos
promovidos por el sector público y la intensa renovación urbana de los centros
urbanos, tan necesaria en una Europa devastada por la guerra.
No obstante, este modelo
colapsaría en los años setenta, cuando empezaron a aflorar los problemas de
rigidez de la industria de tipo fordista, basada en inversiones a largo plazo y
a gran escala, que daba por supuesto el crecimiento estable del consumo.
Surgieron también problemas de rigideces en los mercados de la fuerza de
trabajo y todo intento de superar estas rigideces chocaba con la fuerza de los
sindicatos y de la clase obrera organizada en general, poco dispuesta a ceder
la estabilidad y el nivel de vida que había alcanzado en las décadas anteriores.
En este contexto, la competencia de los nuevos países industrializados empezaba
a hacer mella en la industria occidental. Además, las rigideces de los
compromisos estatales también se agravaron cuando el gasto en salarios
indirectos (seguridad social, pensiones, sanidad, etcétera) creció por la
presión de mantener una cierta legitimidad en el contexto de recesión. Ante
esta situación, el único instrumento con capacidad de dar una respuesta
flexible era la política monetaria, por su capacidad de imprimir moneda cuando
hacía falta para mantener la estabilidad de la economía. Y de este modo comenzó
la ola inflacionaria que pondría fin al boom de la posguerra cuyos hitos
fundamentales para Harvey (ver Breve historia del neoliberalismo , editado por
AKAL) fueron las quiebras de Reino Unido y de Nueva York.
De la crisis de los setenta
surgiría un nuevo modelo para el capitalismo occidental y, paulatinamente, una
nueva estructura geopolítica y geoeconómica. Así, una parte importante de los
problemas de rigidez del fordismo y de los crecientes costes de una fuerza de
trabajo organizada fue la reconversión industrial, que resultó en parte
automatización, en parte deslocalización y en parte pura y simple
desindustrialización durante las décadas de los setenta y ochenta. Por su
parte, los grandes centros urbanos occidentales se irían especializando en una
economía terciaria fundamentada en un sector financiero cada vez más
determinante y sobredimensionado. Creo que un buen ejemplo de esto es el caso
de Reino Unido. Aquí, mientras la industria naval y automovilística se
desplazaba al sureste asiático y el norte industrial y minero de Gran Bretaña
se hundía y su característica clase obrera se lumpenproletarizaba, el centro
financiero de Londres no hacía sino crecer hasta convertirse en la base de la
economía del Estado. El proyecto de renovación urbana de los docklands resulta
paradigmático en este sentido, eliminando los históricos astilleros de Londres
y su principal enclave industrial histórico para sustituirlo por un parque de
oficinas, el nuevo centro financiero de Canary Wharf. Un nuevo modelo económico
en el que se multiplicaban los directivos y profesionales bien pagados, pero
también un proletariado del sector servicios sometido a una precariedad
extrema, una sociedad cada vez más dualizada si se quiere, término que empezó a
popularizarse en este contexto.
Uno de las bases del nuevo
modelo fue la desregulación del sistema financiero, que había estado
rigurosamente controlado por el estado desde 1930. A partir de la crisis de
1973 la presión para la desregulación financiera ganó fuerza y para la segunda
mitad de los ochenta era un hecho. La desregulación y la innovación financiera
se convirtieron en ese momento en una condición de supervivencia para cualquier
centro financiero mundial dentro de un sistema global altamente integrado,
resultando además fundamental para incentivar el endeudamiento a través de
formulas para la financiación de viviendas y créditos para el consumo, al mismo
tiempo que crecían los nuevos mercados de acciones, divisas o futuros de deuda.
La consecuencia ha sido una economía sometida a ciclos cortos cada vez más
violentos y muy vinculados a los vaivenes del mercado inmobiliario. Así, el
ciclo hiperespeculativo de la segunda mitad de los ochenta acabaría con el
estallido de la burbuja inmobiliario financiera de EEUU, Reino Unido y Japón en
1990, que en este último país daría lugar a la que se conoce como década
perdida. En España el estallido se prorrogó un poco más, gracias a los
macreventos de 1992 que permitieron seguir canalizando inversiones
especulativas en el mercado inmobiliario y creando oportunidades de inversión a
través de la creación de las grandes infraestructuras que requerían eventos
como la Exposición Universal o las Olimpiadas de Barcelona. Tras esto, un
periodo de estancamiento y vuelta a empezar en 1997 y hasta el nuevo estallido,
infinitamente más violento, 10 años después. De esta forma, la actual crisis
encuentra su detonante precisamente en los disparatados productos financieros
desarrollados para permitir que el endeudamiento familiar de los
estadounidenses, contra toda razón, siguiera incrementándose. Un dato que
evidencia la necesidad de seguir ampliando mercado y seguir firmando hipotecas
para que los precios siguieran subiendo y no explotase la enorme burbuja de
especulación y deuda que se había conformado en los tres lustros anteriores.
Quizás la interpretación de la
crisis como una crisis esencialmente urbana y de la vivienda no sea válida para
todos los países, pero al menos resulta evidente en los casos de algunas de las
economías más importantes del mundo, como Reino Unido o EEUU, o de algunas de
las economías que han sufrido el hundimiento más acelerado desde 2007 como
Grecia, Irlanda o España. Actualmente, los países que están en una mejor
situación son precisamente aquellos que han desarrollado o mantenido una
economía productiva en el contexto postfordista. No obstante, los efectos sobre
la economía mundial del hundimiento del consumo en los países occidentales no
pasan desapercibidos para nadie. De poco sirve que ciertos países mantengan una
potente economía exportadora si sus principales clientes no pueden seguir
comprándoles.
En definitiva, resulta
evidente que los salarios indirectos que pagaba el Estado, y que lo hacían
deficitario, y la seguridad y estabilidad laboral, fruto del poder de los
sindicatos y de la negociación colectiva, han venido siendo sustituidos en
occidente por créditos e hipotecas, por un terrible endeudamiento familiar que
ha permitido hasta ahora el continuo incremento del consumo, los precios y las
plusvalías. Así que, esta es, de nuevo, una crisis de los instrumentos
dispuestos para evitar la crisis de sobreproducción. Por esta razón es tan
irreal tanto la actual insistencia en aplicar las mismas tesis y medidas en las
que se basa el modelo que actualmente se está derrumbando, como proponer volver
a un “idílico” pasado keynesiano, que en parte nunca existió y en parte ya
fracasó. El tiempo de las certezas, incluidas las de aquello que era o no
posible en política económica, pasó. En un lugar entramos en un tiempo de
múltiples posibilidades.
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