Michael Hudson · Jeffrey Sommers
Normalmente observamos la convención de abstenerse de hablar mal de los que acaban de morir. Pero es lo más probable que la propia Margaret Thatcher no tuviera nada que objetar a un epitafio centrado en el legado económico de su profesado objetivo político: desmantelar “irreversiblemente” el sector público británico. Atacando la planificación central estatal, lo que hizo fue desplazar esa planificación para dejarla en unas manos financieras harto más centralizadas: una City de Londres no estorbada económicamente por la regulación financiera y “libre” de cualquier regulación antimonopólica seria de precios.
La Sra. Thatcher transformó el carácter de la política británica encabezando un gobierno parlamentario democráticamente elegido que permitió a los planificadores financieros desbaratar el sector público con el asentimiento popular. Como su coetáneo, el actor Ronald Reagan, narró un atractivo cuento, cuya trama era la recuperación de la economía. La realidad, ni que decir tiene, resultó en un encarecimiento del coste de la vida y del coste de la actividad empresarial. Pero ese juego de suma cero convirtió las pérdidas económicas en inopinadas ganancias para la feligresía del Partido Conservador en el sector bancario británico.
Al poner con precios de barato en almoneda British Telephone y otros grandes monopolios públicos, dio a entender que los consumidores serían los grandes beneficiarios, y no las grandes entidades financieras. Y al dar a los suscriptores una asombrosa comisión del 3% (basándose en el antecedente de la salida a bolsa de empresas incipientes mucho más pequeñas), la Sra. Thatcher presidió el inicio de la Gran Polarización británica entre el 1% acreedor y el 99% crecientemente endeudado.
So pretexto de combatir a los buscadores públicos de rentas, abrió puertas y ventanas a los buscadores de rentas en el sentido económico clásico del término: rentas del suelo en el sector de los bienes raíces (con ganancias de “capital” hinchadas por la deuda), hasta encarecer la propiedad británica a tal punto, que los empleados que trabajan en Londres se ven ahora obligados a vivir fuera y a viajar en unos carísimos ferrocarriles privatizados para acudir a sus puestos de trabajo. La privatización creó también enormes oportunidades nuevas para las rentas monopólicas dimanantes de los servicios público privatizados, además de posibilitar ganancias financieras predatorias a una banca crecientemente predatoria.
La finanza ha sido la madre de los monopolios al menos desde que los holandeses y otros acreedores extranjeros ayudaron a Inglaterra a constituir la Compañía de las Indias Orientales en 1600, el Banco de Inglaterra en 1694 y otros monopolios comerciales que culminaron en la Compañía de los Mares del Sur en la segunda década del siglo XVIII.
En el momento en que Margaret Thatcher llegó a Primera Ministra, en 1979, Gran Bretaña llevaba un siglo de enormes inversiones en infraestructuras públicas. Los ejecutivos financieros vieron esa imponente estructura de mando como un conjunto de potenciales monopolios transformables en una suerte de munificentes vacas muñideras capaces de suministrar torrentes de efectivo y enriquecer a la alta finanza. La Sra. Thatcher se convirtió en la principal animadora de esta orgía, el mayor y más manirroto regalo del siglo: las ganancias de la City de Londres fueron la ruina de la economía industrial. Los señores británicos de las finanzas se convirtieron en el equivalente de los grandes barones ladrones de los ferrocarriles en la Norteamérica del siglo XIX, la elite dominante que hoy regenta el derrotadero de decadencia que es la austeridad neoliberal.
Su desempeño como Primera Ministra parecía emular el papel de Peter Sellers en Bienvenido Mr. Chance. Era resultona en televisión, precisamente porque su filosofía era una secuencia recosida de fragmentos sonoros simplificadores de complejos problemas sociales y económicos, espástica y palabreramente reducidos a banal psicodrama personal. La habilidad de la Sra. Thatcher para ocultar tras ese telón la gran polarización financiera y económica y la “barra libre” financiera en curso le permitió distraer la atención sobre las consecuencias de lo que Harold Macmillan llamó “la venta de la cubertería de plata de la familia”. Era como si la economía fuera una charcutería familiar de clase media tratando de cuadrar la contabilidad del pequeño negocio de acuerdo con los consejos de su banquero y a costa de unos salarios en proceso de contracción a causa de los precios al alza de las necesidades básicas.
La base del poder de la Sra. Thatcher tenía que ver con el hecho de que la economía de Inglaterra se hallaba en una situación harto más desjarretada que la del resto del mundo cuando ella llegó al gobierno. Durante el Invierno del Descontento de 1979 se desarrolló una tormenta perfecta. Incapaz de evitar que los trabajadores se lanzaran a una escalada de huelgas causante de las mayores molestias al conjunto de la sociedad, el Partido Laborista británico sintió poca necesidad de retrasar la participación de Gran Bretaña en el petróleo del Mar del Norte. Esas inopinadas ganancias subsidiarían una década de desmantelamiento de lo que quedaba de la industria británica. Los Estados petroleros no necesitan ser eficientes. No necesitan industria, ni siquiera empleo.
El Primer Ministro laborista James Callaghan hizo un intento simbólico de enfrentarse al problema pidiendo en 1976 al FMI un préstamo para financiar inversiones industriales tangibles como puente financiero hasta que el petróleo del Mar del Norte pudiera empezar a generar comercio exterior. Pero el secretario estadounidense del tesoro, Bill Simon, le leyó la cartilla. La política del FMI y de los EEUU era suministrar crédito sólo para pagar a los tenedores de bonos, no para levantar la economía real. A Gran Bretaña se le harían empréstitos, sólo si reorientaba su economía de modo que la alta finanza pudiera ponerse al mando de la planificación.
El Reino Unido se convirtió entonces en el niño neoliberal modelo del FMI, instituyendo una ventaja comparativa en materia de finanzas deslocalizadas, lo que terminó culminando en el célebre “planteamiento flexible” de[l laborista] Gordon Brown, que trajo consigo los colapsos bancarios de 2008. En este sentido, el papel de la Sra. Thatcher fue el de una Boris Yeltsin británica, patrocinadora del desmantelamiento y saqueo de siglos de inversión pública.
La Sra. Thatcher accedió al cargo de Primera Ministra en 1979, cuando el juego neoliberal estaba ya en marcha. La “hija de charcutero” pintó los problemas británicos como derivados de la arrogancia del mundo del trabajo organizado. Tocó una fibra sensible cuando los dirigentes sindicales llamaron a una serie de huelgas políticamente suicidas que desbarataron la vida cotidiana y llevaron la lucha más allá del punto que podía soportar el grueso del electorado. La economía británica nunca había estado tan madura para la aplicación de una estrategia del divide y vencerás.
La guerra de clases –tal era el nuevo giro operado en la situación— apuntaba a los trabajadores en su calidad de consumidores y deudores, no de empleados. La industria nacional británica fue repetidamente golpeada, y las fábricas fueron cerrando una tras otra en todo el país (pasando las más exitosas a emprendimientos de bienes raíces gentrificados).
La Dama de Hierro estaba convencida de estar reconstruyendo la economía inglesa; en realidad sólo parecía más rica merced a la banca forajida londinense. El daño causado en todo el mundo por esa economía financiarizada ha sido inmenso. Al “liberar” dinero nacional de las restricciones de las autoridades fiscales, el Oriente Próximo frenó buena parte de sus proyectos de desarrollo industrial. Después de 1990, el bloque soviético fue desindustrializado para convertirse en una economía petrolera, gasística y minera. Y en el caso británico, billones de dólares de ingresos fiscales globales, que podrían haberse empleado en el desarrollo industrial y social, se desviaron a Londres, en donde el Reino Unido recogió los honorarios dimanantes de esa barra libre. A despecho de su admiración por Milton Friedman –famoso por su afirmación de que “nada es gratis y no hay nada parecido a una barra libre”-, la Sra. Thatcher hizo todo por reorientar la economía británica a modo de inmensa barra libre al servicio de los ejecutivos financieros de todo el planeta.
¿Qué llegó a entender realmente la Sra. Thatcher de un sector financiero al que nunca se propuso intencionadamente favorecer? Nunca expresó arrepentimiento respecto de sus políticas ni del modo en que esas políticas allanaron el camino para que el Nuevo Laborismo pudiera dar –con botas de siete leguas— el siguiente paso en punto a dotar al complejo financiero de la City de Londres del enorme poder que ha permitido a la desregulada banca privada actuar como catalizadora de un desplome financiero tras otro, llevándose por delante al conjunto de la economía británica.
Cuando la Sra. Thatcher llegó al gobierno, 1 de cada 7 niños ingleses vivía en la pobreza. Al final de sus reformas, ese número había crecido a 1 de cada 3. Polarizó al país con una estrategia de “divide y vencerás” precursora de Ronald Reagan y, más recientemente, de políticos norteamericanos como el gobernador de Wisconsin Scott Walker. El resultado de su política fue la congelación de la movilidad ascendente hacia la clase media que irónicamente creía estar promoviendo con sus acciones de gobierno.
Los mandarines mediáticos de todo el plantea parlotean sobre su papel como “salvadora” de Gran Bretaña, no de su papel en el endeudamiento de la misma: destruyó la economía para salvarla. Su ejercicio del poder marcó una época histórica dejando planteado el paradójico enigma que viene marcando las políticas neoliberales desde los 80: ¿cómo consiguen los gobiernos alimentar y robustecer a los cleptócratas financieros en un marco de poder basado en el asentimiento popular?
Eso sólo puede lograrse violando el primer supuesto de la política liberal clásica: los votantes tienen que estar suficientemente informados para entender las consecuencias de sus acciones. Eso quiere decir que los gobiernos deben abrazar una perspectiva de largo plazo.
Pero las finanzas siempre han vivido en el corto plazo, y en ningún lugar del mundo son las finanzas más cortoplacistas que en Gran Bretaña. Nadie ilustró mejor esa perspectiva estrecha de miras que Lady Thatcher. Su retórica simplista inspiró a un rebaño de simples, empeñados en combatir al conocimiento con sentido pretendidamente común.
Acaso no del todo simple, sino simplemente oportunista. Como santa patrona sin títulos del Nuevo Laborismo, la Sra. Thatcher se convirtió en la fuerza intelectual inspiradora de su sucesor e imitador Tony Blair en punto a culminar la transformación de la política electoral británica para movilizar el asentimiento popular a fin de permitir al sector financiero privatizar y desbaratar las infraestructuras públicas británicas, convirtiéndolas en una amalgama de monopolios privados. Por esa vía, el Reino Unido pasó de ser una economía productiva real a convertirse en una economía hurgadora en el basurero de las rentas mundiales a través de sus bancos deslocalizados. Al final, no sólo se hizo un gran daño a Inglaterra, sino al mundo entero, propiciando la huída de capitales de los países en desarrollo hacia los puertos seguros de la banca londinense. Ahora, los gobiernos de todo el mundo se declaran en “bancarrota”, mientras sus oligarcas son cada vez más ricos.
Michael Hudson es un reconocido analista económico norteamericano, con amplia experiencia en Wall Street. Sus dos últimos libros son The Bubble and Beyond (La burbuja y sus secuelas) y Finance Capitalism and Its Discontents (El capitalismo financiero y sus críticos). Jeffrey Sommers es profesor asociado de economía política en la Universidad de Wisconsin-Milwaukee y profesor visitante en la Escuela de Economía de Riga. Publica artículos regularmente en Financial Times y The Guardian, entre otros medios.
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