Guillermo Almeyra /2/9/2012
Los gobiernos
llamados “progresistas” mantienen lazos estrechos con el capital financiero
internacional y siguen aplicando políticas neoliberales. Los Estados que ellos
tratan de dirigir están en gran medida determinados y dirigidos por las
imposiciones del mercado mundial de mercancías y capitales. Exportan, por
ejemplo, sobre todo petróleo, maderas, productos minerales, soya y granos
alimenticios a precios fijados en el exterior y por medio de grandes
oligopolios transnacionales, mezclados, en el mejor de los casos, con algunas
empresas paraestatales mixtas, como Petrobras o YPF, ya que la venezolana PVDSA
o la mexicana Pemex son excepciones, de ningún modo la regla.
Además, en todos
los Estados dependientes que realizan intentos neodesarrollistas, estén no o
gobernados por “gobiernos progresistas”, la tierra se extranjeriza cada vez más
y la megaminería depredadora destruye enteras regiones y el modo de vida de sus
habitantes, provocando grandes conflictos sociales. De este modo, y en plena
crisis capitalista mundial que aumenta aún más las tensiones económicas, la
dependencia de ahonda aún más y el futuro sigue estando hipotecado y a merced
del capital financiero internacional.
Obviamente, los
gobiernos no pueden cambiar con un golpe de varita mágica el carácter del
Estado ni las estructuras económicas. Los cambios son el resultado de un
proceso largo de transformaciones sociales impulsados por la movilización
popular y que, en parte, ellos canalizan y orientan. Por consiguiente, es
inevitable un período de transición marcado por reformas importantes las
cuales, sin embargo, no afectan sino en parte la continuidad de las lacras,
deformaciones y miserias impuestas por el entrelazamiento entre las estructuras
oligárquicas de poder y las nuevas servidumbres instaladas y enraizadas por el
capital financiero internacional.
La garantía de
que ese proceso de transición, inevitablemente zigzagueante, avance y no se
estanque, la da el impulso de los movimientos sociales que ayuda a modificar el
aparato estatal al cambiar las relaciones de fuerzas sociales y, sobre todo,
reside en la independencia de los mismos frente a todas las fuerzas
capitalistas, incluido el mismo Estado. El gobierno que intenta subordinar a
los movimientos sociales y quitarles su independencia, convierte sus
direcciones en parte del aparato estatal y debilita así su propia base en la
lucha por enterrar el pasado y por adquirir mayor independencia frente al
capital financiero internacional y sus agentes.
Pero el hecho de
que sea imposible cortar de un solo golpe con la dependencia del mercado
mundial y del capital financiero no significa que no haya más remedio que
exportar más commodities, como la soya, apelar a la megaminería
depredadora, dedicar tierras aptas para alimentos al cultivo de biocarburantes
para la contaminante industria automotriz. Se pueden, en cambio, adoptar
medidas y leyes de reforma que, a la vez, reduzcan la dependencia del puñado de
grandes empresas que controlan la economía y creen las condiciones
para una reestructuración del ambiente y el territorio según las necesidades
nacionales (preservación del ambiente, creación de trabajo calificado,
reordenamiento del territorio y de la utilización de los recursos que son hoy
esclavos del lucro empresarial y del mercado mundial).
Por ejemplo, en
vez de pisotear los derechos indígenas, las autonomías y la Constitución
imponiendo la construcción del segundo tramo de la carretera del TIPNIS por su
trazado actual, el gobierno boliviano habría podido abrir ese camino por otra
región porque, aunque la obra hubiese sido más larga, cara y dificultosa,
habría preservado en cambio su credibilidad ante un sector importante de las
mayorías populares, habría demostrado romper con el decisionismo autoritario y
el neodesarrollismo, habría evitado dividir al movimiento campesino y fomentar
al predominio del interés propio sobre la construcción colectiva de un nuevo
Estado. La carretera así construida habría cumplido con su papel en la
circulación de mercancías y en la apertura de Bolivia al comercio en los dos
océanos pero habría reforzado un elemento potencialmente anticapitalista: la
solidaridad de los diversos sectores populares bolivianos, la autonomía, la
construcción de poderes democráticos locales.
La expropiación
del sector financiero es también una medida reformista (que encaró François
Mitterrand), tal como lo sería una reforma agraria profunda que dé tierra en
Brasil a millones de campesinos. También lo es el monopolio estatal del
comercio exterior, con el fin de utilizar para el desarrollo nacional parte de
las ganancias del mismo y romper el poder de los pocos oligopolios que
controlan las exportaciones,-como hizo el gobierno de Perón, que socialista
precisamente no era, al crear el Instituto Argentino Promotor del
Interacambio-IAPI- o el control de cambios (que aplica Venezuela para evitar la
exportación de capitales). Otras reformas posibles serían una ley de protección
del agua y de los bienes comunes, así como una ley de fomento de la agricultura
familiar, que al asentar a los trabajadores en la tierra, reduciría las
migraciones y, mediante la rotación de cultivos y su diversificación y un uso
racional del agua, protegería el ambiente, además de abaratar el abastecimiento
alimentario nacional. Pero es evidente que este tipo de reformas no están
destinadas a preservar sino a preparar el cambio del sistema y, por lo tanto,
son resistidas con dientes y uñas por el capital financiero.
Obviamente, su
aplicación depende de la relación de fuerzas entre las clases que pueda existir
en cada país, del grado de conciencia y de movilización de los trabajadores, de
la existencia en el seno de los gobiernos “progresistas” –lo cual no siempre es
el caso- de un sector plebeyo dispuesto a ser más audaz y a apoyarse en un
bloque sólido formado con los sectores populares y de abrir una vía a un
período turbulento de transición. El problema clave, por lo tanto, consiste en
formar ese bloque con un proyecto de transición propio y en forzar con el mismo
la separación, en el magma actual de los gobiernos “progresistas” de los que
realmente quieren cambios populares pero hoy se subordinan a los burócratas
conservadores y reaccionarios que consideran naturales las políticas del
capital y sostienen que no hay alternativa posible a ellas. Los intelectuales
que, en nombre del realismo y para defender “el mal menor” aceptan sin chistar
las políticas neodesarrollistas debilitan la salida popular y
refuerzan al gran capital; y los que, en cambio, condenan justamente esas políticas
pero no ofrecen otras, viables, teóricamente capitalistas, pero incompatibles
en la realidad con el capital, son tan impotentes como los primeros. Ni unos ni
otros confían en que ese tipo de “reformas revolucionarias”, si se
imponen con el respaldo de una movilización popular, reducirían grandemente el
poder de las clases dominantes y cambiarían la relación de fuerzas en el país y
en la región.
Las medidas
mencionadas, más otras, como por ejemplo la unificación de los recursos de
varios países para crear una Universidad latinoamericana que no forme técnicos
y profesionales para el capital sino los futuros defensores de un desarrollo
científico y tecnológico anticapitalista, o de un polo tecnológico común que no
esté subordinado al interés de las empresas privadas y que estudie y organice
la preservación de los bienes comunes y la utilización racional de los
recursos, aumentarían, al mismo tiempo, la producción y la productividad así
como el aprendizaje popular de una planificación local de recursos y
necesidades para ampliar los espacios democráticos y de cultura conquistados.
Una ley de control obrero sobre la contabilidad empresarial permitiría
igualmente reducir las suspensiones y despidos y racionalizar la producción
industrial, dando las bases para una reestructuración desde abajo del aparato
productivo.
La transición no
puede quedar en manos de unos pocos iluminados. O la imponen sus beneficiarios
o no será posible.
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