Albert Corominas /09/12/12
La ofensiva neoliberal contra la universidad
pública, en su versión española, se despliega según estaba previsto [1] y, tras
el bombardeo mediático desde las plataformas ideológicas y mediáticas de la
derecha y de la patronal, ha llegado ya, pero no ha terminado, a la fase
ejecutiva, por la vertiginosa vía de los decretos-ley, devenida posible por la
mayoría absoluta del PP y por la pasividad política y jurídica del grueso de lo
que se supone que es la oposición.
Los objetivos de dicha ofensiva han sido expuestos
paladinamente desde las diversas tribunas con que cuenta la ideología
neoliberal para propagar su credo. Se trata, en primer lugar, de desprestigiar
la universidad pública, como una forma de preparar el terreno para lo que se
pretende: reducir la financiación pública del sistema y aumentar la aportación
privada, no mediante la contribución de desinteresados mecenas, sino con el
aumento de los precios de matrícula y de las tasas; reducir, gracias al aumento
de precios y al discurso de la sobrecualificación, que acaba siendo cierto en
la medida que se configura un sistema económico y social regresivo, la
dimensión del sistema; poner la docencia y la investigación de las
universidades públicas al servicio de los intereses cortoplacistas de la
fracción hegemónica del empresariado y de la clase política; finalmente, para
facilitar el logro de todos estos objetivos en el menor tiempo posible, cambiar
la regulación del gobierno de las universidades públicas, implantando un
sistema jerárquico piramidal, cuya cúspide sea elegida y removida por el
partido que disponga de mayoría parlamentaria suficiente. Todo ello, de paso,
repercute muy favorablemente en nuestras, generalmente poco gloriosas,
universidades privadas.
Un elemento muy importante de este despliegue
estratégico es el aumento de precios de matrícula [2] hecho posible por el real
decreto-ley 14/2012, el cual establece que el estudiante deberá sufragar entre
un 15 y un 25 por ciento del coste del servicio, un coste que el mismo
decreto-ley reconoce que no está cuantificado. Ello no obstante, las
administraciones han partido generalmente del supuesto indemostrado de que el
estudiante estaba pagando un 15% y que, por consiguiente, los precios de
matrícula podían aumentar hasta no menos de un 66,67 %. Y así lo han hecho
algunas comunidades autónomas, con un aumento, sin parangón con los
experimentados por cualquier otro bien o servicio, especialmente sensible en
una etapa de franco retroceso de las rentas salariales y de aumento del paro.
Pese a las consecuencias que cabe prever de este
aumento de precios, la reacción ha sido casi imperceptible, como ocurre ante
tantos otros atropellos de los que están siendo objeto la clase trabajadora, lo
que augura nuevos brutales aumentos de los precios en cursos sucesivos tal como
prevé el repetido decreto-ley, cuyo preámbulo explica que “se fijan umbrales en
los precios públicos para aproximar gradualmente su cuantía a los
costes de prestación del servicio” (la negrita es nuestra).
Es cierto, como dice Guerra Palmero [3], que una
casi segura consecuencia de este aumento de precios va a ser el refuerzo de la
(auto)consideración del estudiante como cliente (que espera una recompensa por
lo que paga) y la consiguiente consideración del profesorado como proveedor.
Pero no será esta la única ni la más grave secuela
del levantamiento de la veda al aumento de precios.
En los últimos años se ha elaborado y difundido un
discurso favorable al aumento del precio de la matrícula universitaria
sustentado en dos pilares. Uno, que no es justo que paguen lo mismo ricos y
pobres y que los ricos paguen tan poco. Dos, que, puesto que el estudiante saca
un provecho privado de sus estudios universitarios, es lógico que contribuya a
sufragarlos. Finalmente, se concluye, el aumento de precios ha de ir acompañado
por un aumento de las becas, con el fin de que nadie quede excluido por razones
económicas del acceso a la universidad. Lateralmente, se añade, lo que frena el
acceso a la universidad no son los precios de matrícula, sino los costes de
oportunidad de substituir trabajo por estudio durante el tiempo que dura la
carrera universitaria; es decir, los precios de matrícula tampoco son tan
importantes.
Aun sin dudar de la buena fe de algunos los
promotores del incremento simultáneo de precios y becas, está claro que su
discurso, en una fase de asalto al llamado estado del bienestar, solo podía
culminar como está culminando: con un aumento de precios y una reducción de las
becas.
De los dos pilares mencionados, el primero tiene
la virtud de que puede parecer un argumento de izquierdas. ¡Que paguen los
ricos! La ilusión se desvanece al advertir que lo que se propone es que ricos y
pobres paguen íntegramente el supuesto coste del servicio (cosa que para los
ricos no supone una gran proporción de su renta) y que a los pobres ya se les
compensará con unas becas, inciertas y finalmente casi inexistentes. ¿Es justo
que los ricos paguen el mismo precio que los pobres por el pan, el arroz y las
patatas? Sí, y es mucho más práctico que un sistema de precios que dependa de
la renta del consumidor, de casi imposible implantación, siempre y cuando
funcione un sistema de impuestos directos justo y eficiente. Lamentablemente,
por añadidura, no goza de tales cualidades el sistema fiscal español, en el que,
entre fraudes y deducciones, acaban pagando más los asalariados que los
empresarios y los rentistas de alto nivel [4].
El segundo pilar, curiosamente invocado con menor
frecuencia, es más peliagudo. Es cierto que la persona que obtiene un título
universitario tiene mayores expectativas de renta y también, en general, unas
mayores posibilidades de realización personal, digámoslo así. Según las teorías
ligadas al concepto de capital humano, el estudio es una inversión, es decir,
un sacrificio de rentas hoy a cambio de mayores rentas mañana. De acuerdo con
esta visión, el estudiante ha de estar dispuesto incluso a endeudarse
fuertemente, ya que, gracias a su formación universitaria, podrá devolver el
crédito sin dificultades. En los Estados Unidos, donde estas doctrinas son
dominantes y operativas, el endeudamiento de una buena parte de la juventud
universitaria, durante sus estudios y después de terminarlos, alcanza,
globalmente, cifras de gran magnitud y lastra durante muchos años el desarrollo
personal y profesional de los licenciados (por ejemplo, los famosos
emprendedores han de tener mucha más suerte, mucha más confianza en el futuro y
mucha menos aversión al riesgo para iniciar un negocio si parten de una
situación de endeudamiento personal).
Pero también es cierto que no solo los
estudiantes, sino el conjunto de la sociedad se benefician de la formación
universitaria. Esto está muy claro en el caso de profesiones como la medicina;
en otros, los beneficios sociales pueden ser menos directos. En la práctica, no
hay estudios concluyentes sobre cómo se reparten, entre el individuo y el
conjunto de la sociedad, los beneficios de la educación universitaria ni de qué
parte del beneficio individual se resarce la sociedad a través del sistema de
impuestos. Por lo cual, la decisión sobre quién paga la universidad es una
decisión política, condicionada por la historia y la cultura de cada país. En
Europa, en el Reino Unido, salvo en Escocia, y en Irlanda, el estudiante paga
un precio muy alto; en los países escandinavos y en Alemania, con excepciones,
no paga nada; en Francia, muy poco. En pocos países europeos (tales como el
Reino Unido, Irlanda y Holanda) el estudiante pagaba más que en España, ya
antes de la última subida [2]. Y, además, las becas y los servicios
universitarios (residencias, comedores, etc.) en España se encuentran en los
puestos inferiores del rango. Es decir, la mayoría de países europeos han
optado por un sistema en el que predomina la subvención pública y en que el
estudiante aporta, por la vía de los precios de matrícula solo una pequeña
parte del presupuesto universitario o incluso absolutamente nada; es una opción
que favorece el acceso a la universidad, una apuesta por elevar el nivel
profesional y cultural del país.
Así pues, pese a la difundida creencia de que el
estudiante universitario español pagaba poco, resulta que es uno de los que más
pagaban por la matrícula y, más aún, uno de los que más caros le salían los
estudios (por la endeblez del sistema de becas y de los servicios). Y, en esta
situación, el decreto-ley 14/2012 supuso un salto cualitativo de consecuencias
múltiples y, en algún caso, de gran importancia, como la posible
diversificación de los precios según la calidad de las universidades.
Pero lo más importante es que esta política de
precios quiebra un proceso de creciente, aunque todavía insuficiente, apertura
del acceso a la universidad. No solo los altos precios, sino la incertidumbre
de cómo van a evolucionar en el futuro, son disuasorios con una intensidad inversamente
proporcional a los niveles de renta y de patrimonio. Desde ahora, les será
mucho más difícil a las hijas y los hijos de la clase trabajadora tener
estudios universitarios.
Hay que impedir nuevos aumentos y crear las
condiciones para recuperar el terreno perdido.
NOTAS: [1]Albert Corominas y Vera Sacristán “Una campaña pro
mercantilización de la universidad pública?” http://www.sinpermiso.info/textos/index.php?id=1763
[3] María-José Guerra Palmero “Crisis y
desmantelamiento de la universidad española”http://www.sinpermiso.info/textos/index.php?id=5058
[4] Vicenç Navarro “El ‘expolio’ social del que no
se habla”
Albert Corominas es
profesor de ingeniería de organización de la Universitat Politècnica de
Catalunya.
No hay comentarios:
Publicar un comentario