Alex Callinicos / Socialist Worker
8 de abril del 2013
La respuesta oficial (incluyendo, por supuesto la de los medios de la clase dirigente) a la muerte de Margaret Thatcher consistirá en tratar de embalsamarla en su “calidad de estadista”.(Rebelión)
Quienes recuerdan lo que Thatcher hizo a los mineros (y a muchas otras comunidades de la clase trabajadora) preferirán inmortalizarla como el poeta Shelley inmortalizó a otro político conservador, Lord Castlereagh, después de la masacre de Peterloo en 1819: “Encontré el asesinato en el camino/ tenía una máscara como Castlereagh”.
Y es que a lo que se dedicaba Tatcher era al asesinato. A veces el asesinato era metafórico (de industrias y comunidades). Con todo, destruyó vidas humanas.
Otras veces el asesinato era real. Supervisó la guerra sucia que se estaba desarrollando entonces en Irlanda. La crueldad de Tatcher también se hizo manifiesta cuando condenó a los huelguistas de hambre irlandeses a la muerte en vez de concederles el reconocimiento como presos políticos por el que estaban luchando.
Los 907 miembros del personal militar argentino y británico muertos en las Islas Malvinas en 1982 no habrían muerto si Thatcher no hubiera decidido retomar por la fuerza una absurda anomalía colonial. Su legado fue que continuara la posesión británica de las Malvinas, lo que sigue envenenando las relaciones con Argentina.
Thatcher se regodeaba con la guerra. Cuando finalmente su gobierno decidió prescindir de ella en noviembre de 1990, suplicó permanecer como primera ministra hasta que terminara la guerra que estaba por llegar contra el Iraq de Saddam Huseín.
Aunque fue moralmente despreciable, probablemente Thatcher podía afirmar que fue la última dirigente británica de importancia histórica mundial. Asumió el cargo en mayo de 1979 en una coyuntura histórica crítica.
En aquella década la economía mundial estaba entrando en su segunda gran recesión, prueba de que el largo periodo de bonanza de las décadas de 1950 y 1960 había más que acabado. Por debajo de la crisis económica hubo un brusco descenso de la tasa de beneficio sobre el capital en comparación con los años del último periodo de bonanza.
Recuperar la rentabilidad exigía forzar la tasa de explotación de los trabajadores. Pero, particularmente en Gran Bretaña, la clase dirigente estaba atrapada entre la espada y la pared. Se enfrentaba a una clase trabajadora bien organizada y combativa que durante el periodo de bonanza había construido en los centros de trabajo una poderosa estructura organizativa de base.
El movimiento de los trabajadores británicos, dirigido por los mineros y estibadores, había acabado con el predecesor conservador de Thatcher, Ted Heath, entre 1972 y 1974. La gran revuelta por el jornal de 1978-1979, el “invierno del descontento” que destruyó el Contrato Social introducido por los laboristas después de Heath, mostró la persistente fuerza de este movimiento.
Antes de que Thatcher ganara las elecciones generales de 1979, ya se había calificado a sí misma de “Dama de Hierro” para representar una forma de hacer política de la clase dirigente mucho más dura y combativa de lo que se había vuelto común en los años del periodo de bonanza. Desenterró las ortodoxias del libre mercado que habían sido enterradas con la Gran Depresión de la década de 1930.
Más que cualquier otro prominente político capitalista Thatcher promovió lo que pronto se conocería como el neoliberalismo. Pronto tuvo un aliado inmensamente poderoso en el nuevo presidente republicano de derecha de Estados Unidos, Ronald Reagan.
Pero Reagan se enfrentaba a un movimiento de los trabajadores menos poderoso y en la época en la que asumió la presidencia en enero de 1981 se pudo beneficiar del impacto de la brutal recesión impuesta por Paul Volcker, director de la Reserva Federal estadounidense, en octubre de 1979.
A Thatcher y a sus aduladores les gustaba elogiar su valor. De hecho, particularmente en sus primeros años en Downing Street, fue cautelosa y a menudo hizo todo lo posible para evitar confrontaciones prematuras que pudieran provocar una respuesta demasiado poderosa de la clase trabajadora.
Gozó de una enorme ventaja que heredó de sus predecesores, el primer ministro laborista Harold Wilson y después de él, Jim Callaghan. El Contrato Social finalmente falló, pero consiguió integrar a una cada vez más burocratizada capa de prominentes representantes sindicales para colaborar en la administración y el Estado.
Esto significó, por ejemplo, que los jefes de la gigante empresa del automóvil British Leyland podían actuar en contra de uno de los más poderosos de estos representantes. Derek Robinson, el enlace sindical de la fábrica Longbridge en Birmingham, se encontró apartado del taller y se consiguió discriminarle.
También significó que a menudo el sectarismo falsificó la solidaridad. Esto hizo que para Thatcher fuera más fácil aislar la épica huelga de mineros de 1984-1985.
Pero también tuvo suerte. Si los armeros argentinos hubieran colocado las espoletas adecuadas en sus bombas, la mayoría de los barcos de guerra británicos habrían acabado en el fondo del Atlántico sur y Thatcher habría tenido que dimitir en medio de la ignominia.
También fue afortunada con sus enemigos, lo cual fue cierto respecto a sus oponentes laboristas: primero Michael Foot y después Neil Kinnock ocultaron una política cada vez más de derecha detrás de un globo de aire caliente de retórica.
Por encima de todo esto fue cierto respeto a los dirigentes sindicales que para su eterna vergüenza permitieron que los hombres y mujeres de las comunidades mineras lucharan solos durante un año. Escuadrones militarizados de policía ocuparon pueblos mineros y los compinches de Thatcher organizaron un sindicato esquirol a medida que la desesperación y las privaciones minaban la voluntad de lucha de los mineros.
Pero hubo momentos en los que se la podría haber derrotado, sobre todo en julio de 1984, cuando una operación organizada de esquiroles provocó una huelga nacional de estibadores y también ese mismo otoño cuando los sustitutos de los mineros (supervisores) amenazaron con abandonar el trabajo. En ambas ocasiones la burocracia sindical acudió a rescatarla.
En el periodo subsiguiente a su victoria Thatcher trató de radicalizar sus intentos de remodelar Gran Bretaña para el individualismo posesivo del mercado. Para finales de la década de 1980 ella y su ministro de Hacienda Nigel Lawson habían maquinado la primera bonanza creada por la burbuja financiera de la era neoliberal.
Pero al final Thatcher intentó hacer demasiado. Jactanciosamente en 1989-1990 impuso el impuesto de capitación [poll tax] por el cual todo el mundo, fueran millonarios o indigentes, tenía que pagar la misma cantidad [de impuestos] para financiar el gobierno local.
Llegó una explosión social caída del cielo, los mayores disturbios que había visto Londres desde la década de 1930 y un movimiento de masas de 14 millones de personas que se negaban a pagar ese impuesto. Finalmente, el instinto de supervivencia obligó a los conservadores a echar a Thatcher de su búnker y a abolir el impuesto.
Esta es la lección más importante del mandato de Thatcher. Por suerte ha muerto cuando está entrado en vigor un ataque aún mayor al estado de bienestar que cualquiera de los que ella preparó.
La mejor forma de venganza de clase de Thatcher sería crear un movimiento social aún mayor para acabar con el gobierno de coalición y sepultar todo lo que ella levantó aún más profundamente que el ataúd en el que va a yacer.
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