Jean Pisani-Ferry /25/09/2012
Francfort– Da la impresión de
que se trata de una ofensiva coordinada: el 6 de septiembre, el Banco Central
Europeo delineó un nuevo programa de compra de bonos, dejándoles saber a los
mercados que no había límites preestablecidos para sus compras. El 13 de
septiembre, la Reserva Federal de Estados Unidos anunció que en los próximos
meses compraría títulos a largo plazo por 85.000 millones de dólares por mes,
con el objetivo de reducir la presión sobre las tasas de interés a largo plazo
y respaldar el crecimiento. Finalmente, el 19 de septiembre, el Banco de Japón
declaró que iba a agregar otros 10 billones de yenes (128.000 millones de
dólares) a su programa de compra de títulos del gobierno, y que esperaba que
sus tenencias totales de estos títulos alcanzaran aproximadamente 1 billón de
dólares para fines de 2013.
Por cierto, hay lugar para
este tipo de acción concertada, ya que las perspectivas para las tres economías
se han deteriorado significativamente. En la eurozona, es una certeza que el
PBI se reducirá en 2012, y los pronósticos para el año próximo son mediocres,
en el mejor de los casos. En Estados Unidos, la producción sigue creciendo,
pero a un ritmo moderado del 2%; y, dejando de lado el abismo fiscal que se
vislumbra para fin de año, cuando el Congreso se vea obligado a imponer
recortes al gasto y permitir que expiren los recortes impositivos implementados
en 2001, la recuperación sigue estando en riesgo. En Japón, la desaceleración
global y un yen más fuerte están afectando al sector exportador, el crecimiento
está flaqueando y la inflación vuelve a estar cerca de cero.
La realidad, sin embargo, es
que no existe una postura común, mucho menos un plan común. En la más fuerte de
las tres economías, la Fed está deliberadamente arriesgándose a generar
inflación al preanunciar su intención de mantener la tasa de los fondos
federales a niveles excepcionalmente bajos “al menos hasta mediados de 2015”.
En la más débil de las tres, en cambio, el BCE no tiene ninguna intención de
fomentar el crecimiento a través de un alivio cuantitativo o compromisos
previos en materia de tasas de interés. Por el contrario, el BCE insiste en que
el único objetivo de su programa de “transacciones monetarias directas” (TMD),
que comprará bonos del estado de miembros de la eurozona en crisis, sujeto a
las reformas acordadas, es contener el riesgo de una redenominación de moneda
que contribuye a tasas de interés elevadas en las economías del sur de Europa.
El objetivo es restablecer un grado de homogeneidad dentro de la zona del euro
en términos de transmisión de política monetaria. Todas sus compras de activos
serán esterilizadas, lo que significa que los efectos de su política monetaria
estarán compensados.
Es más, dada la controversia
que generó en Alemania su anuncio del programa TMD –sobre todo en el
Bundesbank-, al BCE claramente se lo desalentaría de perseguir cualquier
esfuerzo similar a la Fed para presionar por tasas de interés más bajas a lo
largo de la curva de rendimiento. Para prevenir una ofensiva de los halcones
monetarios alemanes (y otros), que sostienen que el BCE abrió la puerta a la
monetización de deuda, el Banco seguirá obligado a inclinarse por la ortodoxia
en los próximos meses. Cuanto más se refuten sus iniciativas no convencionales
para reparar el euro, más ortodoxo será el BCE en materia de política
monetaria.
Esta discrepancia entre
Estados Unidos y Europa no son buenas noticias. Para la eurozona, implica un
tipo de cambio fuerte frente al dólar (y, por implicancia, al yen, ya que el
Banco de Japón monitorea estrechamente el tipo de cambio yen-dólar). Pero los países
del sur de Europa, especialmente España, necesitan el respaldo de una moneda
débil para lograr un reequilibrio externo y regresar a excedentes de cuenta
corriente. Sin esta ayuda del tipo de cambio, todo el reequilibrio del sur de
Europa tendrá que producirse internamente a través de una deflación doméstica,
que a su vez amenaza con poner en peligro su retorno a la sustentabilidad de la
deuda pública. De manera que la salida del enigma europeo –la depreciación de
la moneda- amenaza con verse bloqueada por la percepción del mercado de que el
BCE y la Fed están enfrentados en materia de política monetaria.
Es verdad, las crisis en los
países en problemas y las dudas sobre la viabilidad del euro podrían incidir en
el valor de la moneda común. Pero es preocupante que la solución a los
desequilibrios internos de Europa dependa de la continua percepción
desfavorable respecto de la capacidad de la eurozona para resolver sus
problemas.
Vistas desde el resto del
mundo, las cosas no son mucho mejores. Guido Mantega, el ministro de Finanzas
de Brasil, desestimó rápidamente la postura de la Fed, y volvió a advertir
sobre “guerras de monedas”. Esta lectura pasa por alto el hecho de que las
monedas en todo el mundo emergente deberían apreciarse frente a aquellas de las
economías avanzadas, simplemente porque los países emergentes no enfrentan los
mismos desafíos económicos. Estados Unidos, Europa y Japón están agobiados por
niveles elevados de deuda pública y privada, y están atrapados en ciclos de
desapalancamiento prolongados, dolorosos y peligrosos que hacen que las
recuperaciones sean débiles y vulnerables. Por el contrario, las economías
emergentes padecen una desaceleración, pero su situación es esencialmente más
sólida, lo que debería reflejarse en el valor de sus monedas.
Desafortunadamente, la
combinación de un alivio agresivo en Estados Unidos y una actitud mucho más
cauta en Europa confunde el mensaje. Sugiere que el problema de la economía
global es que Estados Unidos está intentando encontrar la manera de generar
inflación para resolver sus problemas. Eso puede ser cierto, pero no se debería
permitir que oscurezca el problema estructural subyacente que enfrenta la
economía mundial.
Las recientes medidas del BCE,
la Fed y el Banco de Japón parecen una acción concertada. Tristemente, es todo
lo contrario.
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