Paul Krugman /30 de septiembre de 2012
Adiós a la complacencia. Hace
tan solo unos días, la creencia popular era que Europa finalmente tenía la
situación bajo control. El Banco Central Europeo (BCE), al comprometerse a
comprar los bonos de los Gobiernos con problemas en caso necesario, había calmado
los mercados. Todo lo que los países deudores tenían que hacer, se decía, era
aceptar una austeridad mayor y más intensa —la condición para los préstamos de
los bancos centrales— y todo iría bien.
Pero los abastecedores de
creencias populares olvidaron que había personas afectadas. De repente, España
y Grecia se ven sacudidas por huelgas y enormes manifestaciones. Los ciudadanos
de estos países están diciendo, en realidad, que han llegado a su límite:
cuando el paro es similar al de la Gran Depresión y los otrora trabajadores de
clase media se ven obligados a rebuscar en la basura para encontrar comida, la
austeridad ya ha ido demasiado lejos. Y esto significa que puede no haber
acuerdo después de todo.
Muchos comentarios indican que
los ciudadanos de España y Grecia simplemente están posponiendo lo inevitable,
protestando en contra de unos sacrificios que, de hecho, deben hacer. Pero la
verdad es que los manifestantes tienen razón. Imponer más austeridad no va a
servir de nada; aquí, quienes están actuando de forma verdaderamente irracional
son los políticos y funcionarios supuestamente serios que exigen todavía más
sufrimiento.
Pensemos en los males de
España. ¿Cuál es el verdadero problema económico? Esencialmente, España sufre
las consecuencias de una enorme burbuja inmobiliaria que provocó un periodo de
auge económico e inflación que hizo que la industria española se volviese poco
competitiva respecto a la del resto de Europa. Cuando la burbuja estalló,
España se encontró con el complejo problema de recuperar esa competitividad, un
proceso doloroso que durará años. A menos que España abandone el euro —una
medida que nadie quiere tomar—, está condenada a años de paro elevado.
Pero este sufrimiento,
posiblemente inevitable, se está viendo tremendamente magnificado por los
drásticos recortes del gasto, y estos recortes del gasto solo sirven para
infligir dolor porque sí.
En primer lugar, España no se
metió en problemas porque sus Gobiernos fuesen derrochadores. Al contrario:
justo antes de la crisis, España tenía de hecho superávit presupuestario y una
deuda baja. Los grandes déficits aparecieron cuando la economía se vino abajo y
arrastró consigo los ingresos, pero, aun así, España no parece tener una deuda
tan elevada.
Es cierto que España tiene
ahora problemas para financiar sus déficits. Sin embargo, esos problemas se
deben principalmente a los temores existentes ante las dificultades más
generales por las que pasa el país (entre las que destaca la agitación política
debida al altísimo paro). Y el hecho de reducir unos cuantos puntos el déficit
presupuestario no hará desaparecer esos temores. De hecho, una investigación
realizada por el Fondo Monetario Internacional (FMI) da a entender que los
recortes del gasto en economías profundamente deprimidas reducen la confianza
de los inversores porque aceleran el ritmo del deterioro económico.
En otras palabras, los
aspectos puramente económicos de la situación indican que España no necesita
más austeridad. No está para fiestas, y, de hecho, probablemente no tenga más
alternativa (aparte de la salida del euro) que soportar un periodo prolongado
de tiempos difíciles. Pero los recortes radicales en servicios públicos
esenciales, en ayuda a los necesitados, etcétera, son en realidad perjudiciales
para las perspectivas de un ajuste eficaz del país.
Un
informe del FMI defiende que los recortes del gasto en plena recesión
reducen la confianza de los inversores
¿Por qué, entonces, se exige
todavía más sufrimiento?
Una parte de la explicación se
encuentra en el hecho de que en Europa, al igual que en Estados Unidos, hay
demasiadas personas muy serias que han sido captadas por la secta de la
austeridad, por la creencia de que los déficits presupuestarios, no el paro a
gran escala, son el peligro claro y presente, y que la reducción del déficit
resolverá de algún modo un problema provocado por los excesos del sector
privado.
Aparte de eso, en el corazón
de Europa —sobre todo en Alemania— una proporción considerable de la opinión
pública está profundamente imbuida de una visión falsa de la situación. Hablen
con las autoridades alemanas y les describirán la crisis del euro como un
cuento con moraleja, la historia de unos países que vivieron por todo lo alto y
ahora se enfrentan al inevitable ajuste de cuentas. Da igual que eso no sea en
absoluto lo que sucedió (o el asimismo incómodo hecho de que los bancos
alemanes desempeñasen una función muy importante a la hora de inflar la burbuja
inmobiliaria de España). Su historia se limita al pecado y sus consecuencias, y
se atienen a ella.
Y, lo que es aún peor, esto es
también lo que creen los votantes alemanes, en gran parte porque es lo que los
políticos les han contado. Y el miedo a la reacción negativa de unos votantes
que creen, erróneamente, que les toca cargar con las consecuencias de la
irresponsabilidad de los europeos del sur hace que los políticos alemanes no
estén dispuestos a aprobar un préstamo de emergencia esencial para España y
otros países con problemas a menos que antes se castigue a los prestatarios.
Naturalmente, no es así como
se describen estas exigencias. Pero en realidad todo se reduce a eso. Y hace
mucho que llegó la hora de poner fin a este cruel sinsentido. Si Alemania
realmente quiere salvar el euro, debería permitir que el Banco Central Europeo
haga lo que sea necesario para rescatar a los países deudores. Y debería
hacerlo sin exigir más sufrimiento inútil.
Paul Krugman es
profesor de Economía de Princeton y premio Nobel de 2008.
Creo que, efectivamente, campean ideas absurdas en Europa y eso no conducirá a la solución necesaria para las sociedades, pero ¿qué hay del "riesgo País" y del préstamo del BCE a los bancos comerciales para que ellos, a su vez, "represten" a los gobiernos? Ojalá que nos l pudiera comentar el Sr. Krugman.
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