Steve Keen /10/09/12
El euro es la moneda nacional
de un país que no existe. Aunque existe un continente europeo, como existe
Norteamérica, nunca ha habido un país llamada Estados Unidos de Europa, y
probablemente nunca lo habrá.
El euro no es, así pues, una moneda como el dólar norteamericano, y sin embargo se le obliga –de mala manera— a fingirlo con el Tratado de Maastricht, por el que los países europeos abandonaron el derecho a producir sus propias monedas nacionales.
El euro no es, así pues, una moneda como el dólar norteamericano, y sin embargo se le obliga –de mala manera— a fingirlo con el Tratado de Maastricht, por el que los países europeos abandonaron el derecho a producir sus propias monedas nacionales.
Con el volumen del euro controlado
por una autoridad supranacional (el BCE) y con estados miembros punible por
quebrantar las reglas del gasto público (un déficit máximo del 3% y un máximo
de un 60% de déficit acumulado), el euro, lejos de funcionar como una moneda,
funciona más bien como un conjunto de Derechos
Especiales de Giro (DEG), según fueron concebidos por Keynes en su
plan para Bretton Woods.
En su programa de un sistema monetario internacional
para despuñes de la II Guerra Mundial, Keynes propuso que se usara para el
comercio internacional una moneda (el “Bancor”), reservando el uso de
las monedas nacionales para el comercio interior. Las tasas de cambio entre las
monedas nacionales y el Bancor estarían fijadas de modo tal, que los países con
déficit comercial persistente se verían obligados a la austeridad y a la
devaluación, mientras que los países persistentemente excedentarios tendrían
gravámenes en Bancors y se les exigiría estimular sus economías para
incrementar sus importaciones.
El plan de Keynes fue
saboteado por la insistencia de los estadounidenses en gozar de un estatuto de
“primos inter pares” luego de la II Guerra Mundial, lo que ha
terminado llevando a la crisis en que se halla actualmente la economía mundial.
El euro, con su timorata estructura híbrida de moneda que no lo es, y con sus
reglas punitivas contra las naciones con déficit público y su falta de reglas
que obliguen al estímulo público a las naciones con excedente, ha convertido
esta crisis en una catástrofe. A Keynes le habría parecido pura locura la idea
de un Bancor que fuera también moneda de uso en el comercio nacional, dado su
sabio presagio de que “sobre todo, las finanzas deben ser nacionales”. Y sin
embargo, esa locura es lo que busca ser el euro.
Algunos ven hoy una salida de
la catástrofe en la creación de lo que no existe: los Estados Unidos de Europa.
Pero si alguna vez ha habido la menor posibilidad de eso, esa posibilidad quedó
más que dañada tras el estropicio hecho por Maastricht y la posterior
insistencia franco-germana en imponer la austeridad a la periferia. Lo que, sin
embargo, sigue siendo una posibilidad abierta –de la que se hace eco la
propuesta “Nau”
de Gerald Holtham— es caminar hacia la conversión del euro en una versión
continental de los Derechos Especiales de Giro.
El euro podría ser la moneda
del comercio intereuropeo e internacional, mientras que los “sub-euros” creados
por cada una de las naciones europeas podrían usarse en el comercio interior y
–cosa muy importante— en los regímenes financieros nacionales. Los aspectos
disciplinarios de Maastricht, centrados ahora en el déficit público de manera
harto impropia, pues amplifican la recesión, se reorientarían, en cambio, hacia
los déficits comerciales en el seno de Europa (complementados con presiones para
minimizar, asimismo, los excedentes comerciales intraeuropeos).
El euro-dracma, la
euro-peseta, el euro-marco podrían introducirse con paridad uno-uno respecto
del euro, y todos los activos y todos los pasivos financieros serían
denominados en esas monedas nacionales, no en euros. Esas monedas
nacionales comenzarían entonces a flotar libremente por un período de tiempo
(digamos, un año), transcurrido el cual quedarían fijadas en proporción al
euro.
La obvia devaluación que esto
traería consigo para el euro-dracma y la euro-peseta reduciría su deuda
exterior y forzaría a las naciones cuyos bancos prestaron más de la cuenta a
cargar con las consecuencias. Se pondría fin a la fuga de depósitos a la que
estamos asistiendo ahora mismo: un euro-dracma seguiría siendo un euro-dracma,
ya estuviera depositado en un banco griego o en uno alemán.
La introducción de un sistema
así proporcionaría una rápida solución a la actual crisis. No resultaría
seguramente indoloro, pero es difícil imaginar que causara más dolor que el que
actualmente experimentan Grecia y España y el que terminarán experimentando
otros países cuando les llegue el contagio.
Por lo demás, el sistema
introduciría lo que de otro modo resulta imposible en el euro: flexibilidad en
las tasas de cambio. Economistas tan alejados ideológicamente entre sí como
Wynne Godley y Milton Friedman observaron, mucho antes de que arrancara, que el
euro estaba condenado al fracaso: a) porque presuponía que una economía de
mercado podía alcanzar un equilibrio armonioso por sí mismo, sin intervención
pública (lo que Godley
correctamente describió como una engañosa fantasía neoclásica; y b) porque
juntaba naciones harto diferentes, manifiestamente incapaces –como observóFriedman—
de integrar una unión monetaria.
Dar un paso atrás en esa
fantasía distópica de la moneda única y pasar a una mini-versión de lo que
Bretton Woods habría podido ser, podría significar para Europa una vía factible
de salida de su crisis y un paso en la dirección del sueño político de una
Europa sin fracturas.
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