Ronald McKinnon /23/01/2013
Palo Alto – Desde el final de la Segunda Guerra Mundial, la mayor parte del comercio internacional se facturó en dólares estadounidenses. Esta moneda actúa como intermediaria en la compensación interbancaria internacional y es la moneda en que está denominada la mayor parte de las reservas oficiales de divisas extranjeras. Aunque este arreglo es objeto de frecuentes críticas, no parece haber ninguna alternativa viable.
Para la Europa de posguerra, hundida en la depresión y la inflación, esto supuso un problema, pues al carecer de reservas extranjeras, el comercio conllevaba para ella un alto costo de oportunidad. Para eliminar la necesidad de pagar inmediatamente cada transacción comercial, y de ese modo facilitar el comercio, en 1950 la Organización Europea para la Cooperación Económica creó la Unión Europea de Pagos. La UEP funcionaba mediante una línea de crédito denominada en dólares; los 15 países de Europa Occidental participantes establecieron paridades cambiarias exactas con el dólar, como preludio al anclaje de sus niveles de precios internos y la eliminación de controles de divisas que obstaculizaran el comercio intraeuropeo. Esto fue la piedra basal para la creación del enormemente exitoso Programa de Recuperación Europea (el Plan Marshall), a través del cual Estados Unidos colaboró con la reconstrucción de las economías de Europa.
En la actualidad, la mayoría de las economías en desarrollo (con excepción de unos pocos países de Europa del Este) siguen anclando su funcionamiento macroeconómico interno a la estabilización de sus monedas respecto del dólar (al menos intermitentemente). Entretanto, para evitar conflictos cambiarios, la Reserva Federal de los Estados Unidos evita intervenir en los mercados de divisas.
Pero el papel del dólar como ancla internacional comienza a tambalear, ahora que en los mercados emergentes de todo el mundo crece el malestar con la política de tipo de interés cercano a cero que sigue la Reserva Federal, que los inunda de capitales especulativos procedentes de Estados Unidos. A su vez, este proceso impulsa una abrupta apreciación cambiaria y una pérdida de competitividad internacional (a menos que los bancos centrales afectados intervengan comprando dólares).
A fines de 2003 la Reserva Federal redujo por primera vez la tasa de interés al 1% (lo que produjo la burbuja inmobiliaria estadounidense) y desde entonces, las reservas de dólares en los mercados emergentes se sextuplicaron, hasta alcanzar los 7 billones de dólares en 2011. La resultante expansión de la base monetaria de los países emergentes les ocasionó tasas de inflación mucho más altas que en Estados Unidos, además de burbujas internacionales de precios de los commodities, especialmente el petróleo y los alimentos básicos.
Pero el funcionamiento actual del patrón dólar tampoco satisface a los Estados Unidos. Mientras que otros países tienen la opción de intervenir para estabilizar sus tipos de cambio respecto de la principal moneda de reserva del mundo, Estados Unidos no puede hacer lo mismo, a fin de mantener la coherencia del sistema cambiario, y carece de una política cambiaria propia.
A todo esto hay que sumar las quejas estadounidenses respecto de las políticas cambiarias de otros países. Hace dos décadas, Estados Unidos presionó a Japón para lograr que el yen se apreciara respecto del dólar, con el argumento de que las políticas cambiarias desleales de Japón eran responsables del rampante déficit comercial bilateral estadounidense con los japoneses. Hoy sucede lo mismo con China, que en la actualidad es blanco de una campaña de acusaciones en Estados Unidos cuyo objetivo es forzar a las autoridades chinas a acelerar la apreciación del renminbi (campaña que se vio reforzada por el enorme aumento de la contribución china al déficit comercial bilateral).
He aquí la gran paradoja. Aunque a nadie le gusta el patrón dólar, tanto los gobiernos como los participantes privados de los mercados siguen considerándolo la mejor opción.
En la práctica, los déficits comerciales de Estados Unidos se deben más que nada a la falta de ahorro suficiente (principalmente, por parte del sector público) y no a desfases cambiarios (como los economistas han hecho creer a los políticos). Fueron los grandes déficits presupuestarios de Estados Unidos durante la presidencia de Ronald Reagan los que generaron los famosos déficits gemelos (fiscal y comercial) de los ochenta. Esto, y no que el yen estuviera devaluado, fue la causa de que el déficit bilateral con Japón creciera en los ochenta y los noventa.
Estados Unidos comenzó el nuevo milenio con un déficit fiscal mucho mayor (cortesía de los presidentes George W. Bush y Barack Obama), que preanuncia la persistencia por tiempo indefinido de un gran déficit comercial. Pero los políticos estadounidenses siguen echándole la culpa a China, a la que acusan de haber mantenido el renminbi devaluado durante la década anterior.
La tesis de que la apreciación cambiaria basta para reducir el superávit comercial de un país es falsa, porque en economías globalmente integradas, a la apreciación de la moneda le sigue una caída de la inversión interna. O sea, con la actual campaña de acusaciones contra China, se está generando malestar para nada. Peor aún, se distrae la atención política del enorme déficit fiscal de Estados Unidos – 1,2 billones de dólares (7,7% del PIB) en 2012 – y de tal modo se obstaculiza cualquier intento serio de controlar el gasto futuro en prestaciones sociales (como la atención de la salud y las pensiones).
Algunos aseguran que un déficit fiscal grande no es problema mientras Estados Unidos pueda aprovechar su posición central en el sistema del patrón dólar, es decir, financiar su déficit vendiendo bonos del Tesoro a bancos centrales extranjeros, a tipos de interés cercanos a cero. Pero los continuos déficits comerciales de Estados Unidos con países altamente industrializados (especialmente en Asia) están acelerando la desindustrialización de Estados Unidos (y llevando agua al molino de los proteccionistas estadounidenses).
De hecho, el déficit comercial de Estados Unidos en manufacturas es aproximadamente igual al actual déficit de cuenta corriente (la diferencia entre la inversión interna y el ahorro interno). De modo que aquellos a quienes preocupa la pérdida de puestos de trabajo en la industria estadounidense deberían unirse al coro de los que reclaman una gran reducción del déficit fiscal.
¿Pueden altos niveles de déficit fiscal en Estados Unidos y una política de tasa de interés cercana a cero justificarse con el argumento de que ayudan a revitalizar el crecimiento económico interno y la creación de empleo? Cinco años después de la gran contracción crediticia de 2007-2008, parece que la respuesta es negativa. Incluso sin esa justificación, todo indica que la nueva oleada de críticas al patrón dólar viene con más fuerza y no se detendrá hasta propugnar la búsqueda de un sistema “nuevo”.
Pero el mejor sistema nuevo (y tal vez el único factible) deberá basarse en una fórmula vieja: como en los años cincuenta y sesenta, Estados Unidos deberá fijar tasas de interés moderadamente positivas y estables, con suficiente ahorro interno para generar un (pequeño) superávit comercial. Para facilitar y alentar la transición a este nirvana, será esencial la cooperación de China, que se ha convertido en el principal exportador y acreedor de los Estados Unidos en el mundo. Dejando a un lado la aún no resuelta crisis del euro, un tipo de cambio estable entre el renminbi y el dólar es clave para lograr una renovada estabilidad cambiaria (respecto del dólar) en toda Asia y América Latina, tal como estaba previsto en el Acuerdo de Bretton Woods de 1944.
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