Higinio Delgado Fuentealba
He utilizado la frase «la caída de un mito», recordando el título de un libro que salió a circulación hace más de dos décadas: «Chile Actual: Anatomía de un Mito», escrito por el sociólogo Tomás Moulián, publicado en 1997.
Ya, en esos años, el profesor Moulián analizaba in extenso un Chile construido sobre bases que, si bien, durante un periodo parecía avanzar en la dirección correcta, al menos para sus impulsores, sustentado en cifras auspiciosas de su macroeconomía, dejaba excluida de los beneficios a las grandes mayorías del país.
La economía en Chile, durante una parte del periodo de la dictadura militar, y más tarde en tiempos de la Concertación por la Democracia, logró dinamizarse en función de la llegada de ingentes capitales de inversionista extranjeros y debido a la apertura de mercados y el ingreso de grandes volúmenes de artículos y productos llegados de diferentes partes del mundo, aprovechando los bajos aranceles aduaneros que posibilitaron la creación de un mercado que se sustentaba en la adquisición de productos en base al endeudamiento y el creciente consumismo que invadió a una parte importante de la población.
Lo que nunca mejoró, de manera importante, fue la distribución del ingreso. Chile adoptó una modalidad de vida que se hacía insostenible en el tiempo, por cuanto trató de ensamblar dos realidades contrapuestas, tratando de hacer funcionar un híbrido que estaba destinado al fracaso: bajos salarios versus costo de la vida en continua alza. Chile instauró un sistema que contenía: salarios del tercer mundo y precios del primer mundo. Esa fórmula sería completamente inviable en el largo plazo.
La cesantía estructural del mercado laboral ha sido una característica del capitalismo y del modelo neoliberal y es, al mismo tiempo, un factor de riesgo para la propia economía . En lugar de trabajos formales, se dio paso a los trabajos precarizados, en forma de subcontratos y otras formas de empleo, como los trabajos a honorarios en el sector público y, como consecuencia de lo anterior, surgió el trabajo informal como la respuesta temporal a una crisis permanente del empleo que, finalmente, terminó por provocar el derrumbe de una estructura que se hizo insostenible.
Todo lo anterior parecía dificil de admitir para los defensores del modelo, cuando el experimento parecía que funcionaba. El sistema financiero, basado fundamentalmente en el endeudamiento de los ciudadanos, hacía funcionar la economía, a pesar de los altos costos que producía el endeudamiento creciente. La «Tarjeta de Crédito» funcionaba de manera casi mágica; había que estimular el consumo y si se trataba del «consumismo» aún mejor. La tarjeta de crédito había democratizado el acceso a bienes y servicios para las personas de bajos recursos. El ciudadano consumidor se sentía «integrado» aunque los costos fueran cada día más altos y riesgosos.
La economía neoliberal impuesta en Chile a partir del golpe de Estado de 1973, se construyó sobre la base de la concentración del poder económico en manos de una minoría que controla la economía a nivel global en el país. De acuerdo a datos de CEPAL, existe una alta concentración de la riqueza en Chile. «En el 2017 el 50% de los hogares de menos ingresos tenía un 2,1% del ingreso de la riqueza neta del país, el 10% concentraba un 66,5% del total y el 1% más acaudalado concentró el 26,5% de la riqueza».
La anatomía de ése mito que describía Moulián hace más de 20 años en su libro en 1997, quedó a la vista de los chilenos y del mundo entero, cuando en octubre del año pasado «Chile despertó» de una somnolencia de varias décadas y salió a las calles a decir basta. La gente salió a poner al desnudo la injusticia y la pobreza oculta, o no reconocida, por las autoridades y a poner como exigencia un cambio de rumbo para la nación, donde la dignidad de las personas se yergue como una exigencia intransable en el presente.
Más tarde la pandemia del Covid-19 vino a completar un cuadro patético de la realidad social en Chile. «El modelo económico chileno» era un mito que se derrumbó por la fuerza de los hechos y cuyo rescate, por parte de los interesados en salvar el experimento neoliberal, tienen cada vez menos posibilidades de reconstruír una fábula que la realidad puso al desnudo, y terminó desplomándose como las estatuas de viejos mitos urbanos que cada día se van al suelo, en diversos lugares, por la fuerza de una realidad que no perdona.
El Covid-19 es un virus que afecta a la humanidad de forma integral, porque no sólo trae consigo muerte, padecimiento físico y angustia para las personas. Su llegada también pone a prueba la capacidad de las naciones de hacer frente a una realidad que implica dar respuestas adecuadas a un conjunto de situaciones complejas, más allá de la respuesta sanitaria que, evidentemente, es lo prioritario. La pandemia pone a la sociedad frente al desafío de ser capaces de responder a las demandas también sociales, económicas y culturales que el flagelo trae consigo.
La Compañía de Asesoría Financiera estadounidense BLOOMBERG, recientemente, llegó a la conclusión que Chile había enfrentado la pandemia del Covid-19 con una estrategia equivocada, que más bien era aplicable en países desarrollados. Aunque sorprendente, en el primer momento, la conclusión parece acertada, si tomamos en cuenta que la sociedad chilena se compone de dos segmentos completamente opuestos entre sí. Uno mayoritario, que probablemente corresponde al 80-85% de la población que pertenece al tercer mundo y el restante 15- 20% que vive de acuerdo a los parámetros de vida de los ricos del primer mundo.
Lo anterior se vio reflejado cuando se quiso aplicar la cuarentena en extensas zonas del gran Santiago y la autoridad pudo constatar que en Chile existía una pobreza, no asumida, que se reflejaba en una serie de indicadores, como el hacinamiento que hacía que el aislamiento de las personas , en la realidad, se hiciera impracticable. Si a eso se le suma la carencia de recursos económicos para subsistir, de una gran parte de la población, que hace que las personas inevitablemente deban salir a buscar el sustento diario, las posiblidades de poner en práctica las medidas sanitarias destinadas a contener la pandemia se esfuman por la urgencia de satisfacer el hambre.
En Chile el control de la pandemia constituye un fracaso, en parte por las razones dadas anteriormente y, también, por el desastrozo manejo de la crisis sanitaria por parte del gobierno, que no supo, o no quiso, escoger una estrategia de contención de la pandemia más acorde con la realidad del país y en el momento oportuno.
Chile ostenta el triste record de tener que reportar, a la fecha de hoy, más de 220.000 contagios, con lo que se ubica en el 9º Lugar en el mundo con mayor cantidad de personas afectadas por el virus. Si esa cifra habla de una situación de gravedad, lo es aún más impactante cuando en la estadística mundial de contagios por millón de habitantes, nuestro país ocupa el 3º lugar, sólo superado por Qatar, que tiene menos de 3 millones de habitantes y la isla de San Marino con una población menor a 35.000 habitantes. El Estallido Social de octubre de 2019 y, recientemente, la pandemia del coronavirus en Chile, han sido dos factores poderosos que han puesto al desnudo el engaño de un modelo de sociedad que fue profusamnete propagandeado, tanto en el plano interno como a nivel internacional, y que terminó por derrumbarse como paradigma social y esperamos que también, dentro de poco, estemos asistiendo al entierro de un modelo de vida, que nos fue impuesto en dictadura y donde el abuso, por parte de unos pocos hacia las mayorías, deje de existir.
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