lunes, 5 de diciembre de 2011

Joseph Stiglitz: ¿Qué puede salvar al euro?


Justo cuando parecía que la situación no podía empeorar, la sensación es que lo ha hecho. Incluso algunos de los miembros ostensiblemente «responsables» de la zona del euro enfrentan tasas de interés más elevadas. Los economistas en ambos lados del Atlántico no solo discuten si el euro sobrevivirá, sino cómo garantizar que su desaparición cause la menor agitación posible.

Es cada vez más evidente que los líderes políticos europeos, a pesar de su compromiso con la supervivencia del euro, no cuentan con los conocimientos adecuados para lograr que la moneda única funcione. La idea que prevalecía cuando se estableció el euro era que lo único necesario era disciplina fiscal: ni el déficit fiscal ni la deuda pública de los países debían ser excesivos en relación a sus PIB. Pero Irlanda y España tenían superávits presupuestarios y deudas reducidas antes de la crisis, que rápidamente se convirtieron en grandes déficits y deudas elevadas. Así que ahora los líderes europeos dicen que son los déficits de la cuenta corriente de los países miembros de la zona del euro los que deben mantenerse controlados.

En ese caso, parece curioso que, a medida que la crisis continúa, el puerto seguro para los inversores globales sea Estados Unidos, que ha tenido un enorme déficit en su cuenta corriente durante años. Entonces, ¿cómo distinguirá la Unión Europea entre los «buenos» déficits de cuenta corriente –cuando un gobierno genera un clima de negocios favorable y flujos entrantes de inversión extranjera directa– y los «malos»? Evitar los malos déficits en la cuenta corriente exigirá una intervención mucho mayor en el sector privado que la postulada por las teorías neoliberales y de mercado único, de moda cuando se creó el euro.

En España, por ejemplo, el dinero fluyó al sector privado desde bancos privados. ¿Debería esa exuberancia irracional forzar al gobierno a restringir caprichosamente la inversión pública? ¿Significa esto que el gobierno debe decidir qué flujos de capital –por ejemplo, los de inversiones inmobiliarias– son malos y por lo tanto deben ser gravados o frenados de alguna otra manera? Para mí esto es razonable, pero esas políticas deberían resultar odiosas para los promotores del libre mercado en la UE.


La búsqueda de una respuesta clara y simple recuerda las discusiones posteriores a las crisis financieras en todo el mundo. Luego de cada crisis surge una explicación, que resulta equivocada en la crisis siguiente, o al menos inadecuada. En la década de 1980, la crisis latinoamericana fue causada por el endeudamiento excesivo; pero eso no pudo explicar la crisis mexicana de 1994, que fue atribuida a insuficiencias en el ahorro.


Luego llegó el Asia Oriental, con altas tasas de ahorro, por lo que la nueva explicación fue la «gobernanza». Pero también esto tenía poco sentido, ya que los países escandinavos –poseedores de la gobernanza más transparente del mundo– habían sufrido una crisis unos pocos años antes.


Existe, curiosamente, una constante en todos estos casos, también presente en la crisis de 2008: los sectores financieros se comportaron inadecuadamente y no lograron evaluar solvencias ni administrar los riesgos como se suponía que debían hacerlo.


Estos problemas ocurrirán con el euro o sin él. Pero el euro ha dificultado más la respuesta de los gobiernos. El problema no es simplemente que el euro eliminó dos herramientas clave para el ajuste –la tasa de interés y el tipo de cambio– sin ningún tipo de reemplazo, ni que el mandato del Banco Central Europeo es enfocarse en la inflación, mientras que los desafíos actuales son el desempleo, el crecimiento y la estabilidad financiera. Sin una autoridad fiscal común, el mercado único permitió gravar a la competencia –una competencia destructiva para atraer inversiones e impulsar la producción que se podía vender libremente en toda la UE.


Por otra parte, la libre circulación de la mano de obra significa que las personas pueden elegir pagar las deudas de sus padres o no: los jóvenes irlandeses pueden sencillamente abandonar el país y escapar del repago de las insensatas obligaciones de rescate asumidas por su gobierno. Por supuesto, se supone que la migración es buena, ya que reasigna la mano de obra hacia donde los rendimientos son mayores. Pero este tipo de migración en realidad atenta contra la productividad.


La migración es, por supuesto, parte del mecanismo de ajuste que logra que los Estados Unidos funcionen como un mercado único con una moneda única. Aún más importante es el papel del gobierno federal al ayudar a los estados que enfrentan, digamos, alto desempleo, asignándoles ingresos impositivos adicionales –la así llamada «unión de transferencias», tan odiada por muchos alemanes.


Pero los EE. UU. también están dispuestos a aceptar la despoblación total de los estados incapaces de competir. (Algunos destacan que esto significa que las corporaciones estadounidenses pueden comprar senadores de esos estados a un precio menor.) Pero, ¿están dispuestos los países europeos con atrasos en su productividad dispuestos a aceptar la despoblación? Alternativamente, ¿están dispuestos a enfrentar el dolor de una devaluación «interna», un proceso que fracasó con el patrón oro y está fallando con el euro?


Incluso si los países del norte de Europa está en lo cierto al reclamar que el euro funcionaría si se pudiera imponer una disciplina eficaz sobre los demás (yo creo que están equivocados), se están engañando a sí mismos con un drama de moralidad. Está bien culpar a sus compatriotas sureños por su despilfarro fiscal, o, en el caso de España e Irlanda, por permitir el reinado del libre mercado ilimitado, sin prever en qué desembocaría. Pero eso no resuelve el problema actual: deudas enormes, como resultado de errores de cálculo privados o públicos, que deben ser gestionadas dentro del marco del euro.


Los recortes actuales del sector público no resuelven el problema de los despilfarros pasados; sencillamente empujan a las economías hacia recesiones más profundas. Los líderes europeos lo saben. Saben que es necesario el crecimiento. Pero, en vez de ocuparse de los problemas actuales y encontrar una fórmula para el crecimiento, prefieren sermonear sobre lo que debería haber hecho algún gobierno anterior. Esto puede ser satisfactorio para quien sermonea, pero no resolverá los problemas europeos... ni salvará al euro.

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