Alejandro Nadal / Miércoles
18 de julio de 2012
¿Cuándo fue la última vez que
una economía capitalista se mantuvo en expansión y en armonía social? Parece
que hay que hacer un buen ejercicio de memoria porque no es fácil recordar
semejante episodio de placidez. Y sin embargo, en el imaginario social perdura
la creencia de que en una época perdida que habría que recuperar, el
capitalismo pudo hacer entrega de buenos resultados. Quizás el anhelo profundo
del ser humano es ese mundo de paz, bienestar y justicia. Pero esa aspiración
no significa que ese mundo anhelado sea posible bajo la feroz regla del
capital.
La historia del capitalismo revela un proceso de continua expansión y eso ha sido interpretado como señal de éxito. En esa misma historia hay una nutrida sucesión de episodios de contracción y descalabro. Es como si la crisis incesante fuera el estado natural del capitalismo.
La lista de crisis y
dislocaciones traumáticas en la marcha del capitalismo es densa. En ella se
entrelazan la especulación financiera, la caída en la demanda agregada
provocada por recortes salariales, el exceso de capacidad instalada y, por
supuesto, las expectativas optimistas de los inversionistas que fueron una y
otra vez desmentidas por el mercado. En varios momentos los límites a la
acumulación de capital condujeron a confrontaciones inter-imperialistas y a
políticas de colonización que buscaban superar esas limitaciones. En todos
estos casos la secuela de desempleo y empobrecimiento, destrucción y guerras
dejó cicatrices sombrías.
El mítico periodo glorioso del
capital es algo endeble. Hagamos abstracción de las crisis de siglos
anteriores, como la de la South Sea Company inglesa (1720) o
las del siglo XIX: la depresión post-napoleónica, la crisis de 1837 en Estados
Unidos, la de 1847, las de 1857 y 1873-96 (llamada la ‘Larga Depresión’).
Pasemos al siglo XX.
En 1907 explota una feroz
crisis en Nueva York que amenaza todo el sistema bancario y desemboca en la
creación de la Reserva Federal. En 1920-21 se presenta una crisis deflacionaria
que precedió a la Gran Depresión. Ésta dejó una huella profunda en la historia
económica y política de la primera mitad del siglo.
Después de la Segunda Guerra
viene la llamada época dorada de expansión capitalista. Esa fase
(1947-1970) estuvo sostenida por circunstancias excepcionales e insostenibles:
la demanda de la reconstrucción post bellum y del consumo
postergado desde la crisis de 1929. La era dorada duró poco: a fines de los
sesenta comienza el agotamiento de oportunidades rentables para la inversión.
En 1973 concluye el crecimiento de los salarios y arranca la crisis de
estancamiento con inflación, misma que desemboca en el alza brutal de las tasas
de interés y desencadena la crisis de los años 80 a escala mundial. En América
Latina nos acostumbramos a decir la década perdida de los 80.
Olvidamos que en los países centrales la crisis se había gestado precisamente
en laera dorada. La crisis de los 80 le pega a todo el mundo.
A finales de los 70 estalla la
crisis de las cajas de ahorro y crédito en Estados Unidos. El costo fue enorme
y los efectos se prolongaron a lo largo de 10 añoshasta que en 1987 sobrevino
el Lunes Negro. Durante los años 90 la economía estadunidense experimenta un
episodio de bonanza artificial y hasta las finanzas públicas alcanzan a tener
un superávit. Mientras en Estados Unidos se está gestando la burbuja de las
empresas de ‘alta tecnología’, en el resto del mundo se presenta una nutrida
serie de crisis: México, Tailandia y el sudeste asiático, Rusia, Turquía,
Brasil. Para cuando los atentados del 9-11 la recesión ya tenía dos años de
golpear en Estados Unidos.
No hay pausa para respirar. El
capitalismo vive a través de mutaciones patógenas continuas. Es como si se
tratara de un enfermo que en momentos de aparente buena salud estuviera
preparando los momentos de graves convulsiones.
No hay que caer en una visión
reduccionista. No todas las crisis son iguales, ni tuvieron las mismas causas.
El desarrollo del capitalismo es un proceso contradictorio y por ello ha tenido
fases de relativa prosperidad. Precisamente en esas etapas de estabilidad se
gestan las mutaciones que conducen a más crisis.
El análisis de corte marxista
ofrece las perspectivas más ricas para el análisis teórico de la crisis como
esencia del capital. Pero hasta en una disposición reformista, à la Keynes,
es fácil observar que la crisis es el apellido del capitalismo: no existe un
mecanismo de ajuste que permita solucionar el problema de la inestabilidad de
las funciones de inversión y de preferencia de liquidez en una economía
monetaria de tal manera que se alcance una situación de pleno empleo. El punto
es este: no es que no funcione el mecanismo, sino que no existe.
Definitivamente, la visión
ingenua sobre el capitalismo debe ir a reposar en el museo de los mitos
curiosos. Se desprende una importante tarea política e histórica para la
izquierda, la única fuerza capaz de cuestionar las bases del capitalismo.
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