Dani Rodrik /13/06/2012
Cambridge – Consideremos el
siguiente escenario. Después de una victoria del partido de izquierda Syriza,
el nuevo gobierno de Grecia anuncia que quiere renegociar los términos de su
acuerdo con el Fondo Monetario Internacional y la Unión Europea. La canciller
alemana, Angela Merkel, se mantiene firme en su postura y dice que Grecia debe
cumplir con las condiciones existentes.
Por
miedo a la inminencia de un colapso financiero, los depositantes griegos corren
hacia la salida.
Esta vez, el Banco Central Europeo se niega a salir al rescate
y los bancos griegos se quedan sin efectivo. El gobierno griego instituye
controles de capital y, finalmente, se ve obligado a emitir dracmas para
proporcionar liquidez doméstica.
Tras
quedar Grecia fuera de la eurozona, todos los ojos viran hacia España. Alemania
y otros en un principio son categóricos: dicen que harán lo que haga falta para
impedir una corrida bancaria similar allí. El gobierno español anuncia más
recortes fiscales y reformas estructurales. Aliviada por los fondos del Mecanismo
de Estabilidad Europeo, España se mantiene financieramente a flote durante
varios meses.
Pero
la economía española sigue deteriorándose y el desempleo se encamina hacia el
30%. Protestas violentas contra las medidas de austeridad del primer ministro
Mariano Rajoy lo llevan a convocar a un referendo. Su gobierno no logra obtener
el apoyo necesario de los votantes y renuncia, hundiendo al país en un caos
político descomunal. Merkel reduce aún más el respaldo a España, con el
argumento de que los contribuyentes alemanes, que trabajan duramente, ya
hicieron lo suficiente. Lo que viene a continuación es una corrida bancaria,
una crisis financiera y una salida del euro en España.
En
una mini-cumbre convocada a las apuradas, Alemania, Finlandia, Austria y
Holanda anuncian que no renunciarán al euro como su moneda conjunta. Esto no
hace más que aumentar la presión financiera sobre Francia, Italia y el resto de
los miembros. Conforme se instala la realidad de la disolución parcial de la
eurozona, la crisis financiera se propaga de Europa a Estados Unidos y Asia.
Nuestro
escenario continúa en China, donde el liderazgo enfrenta su propia crisis. La
desaceleración de la economía ya exacerbó el conflicto social, y los recientes
acontecimientos en Europa echaron más leña al fuego. En un momento en que las
órdenes de exportación europeas se cancelaron masivamente, las fábricas chinas
se enfrentan a la perspectiva de despidos generalizados. Las manifestaciones
comienzan en las ciudades grandes, con el reclamo de que se ponga fin a la
corrupción entre los funcionarios del partido.
El
gobierno de China decide que no puede arriesgarse a más conflictos y anuncia un
paquete de medidas para impulsar el crecimiento económico e impedir los
despidos. Estas medidas incluyen un respaldo financiero directo a los
exportadores y una intervención en los mercados de divisas para debilitar el
renminbi.
En
Estados Unidos, el presidente Mitt Romney acaba de asumir, luego de una campaña
muy reñida en la que se burló de Barack Obama por ser demasiado blando frente a
las políticas económicas de China. La combinación del contagio financiero de
Europa, que ya derivó en una seria crisis de crédito, y una repentina
inundación de importaciones a bajos precios provenientes de China dejó a la
administración Romney en un brete. En contra del consejo de sus asesores
económicos, anuncia derechos generalizados de importación sobre las
exportaciones chinas. Sus seguidores del Tea Party, que fueron críticos a la
hora de movilizar respaldo electoral a su favor, lo instan a dar un paso más y
retirarse de la Organización Mundial de Comercio.
En
los años siguientes, la economía mundial cae en lo que los futuros
historiadores llamarán la Segunda Gran Depresión. El desempleo aumenta a
niveles sin precedentes. A los gobiernos, sin recursos fiscales, les quedan
pocas opciones salvo responder de maneras que sólo exacerbarán los problemas
para otros países: protección comercial y depreciación del tipo de cambio
competitivo. Conforme los países se hunden en la autarquía económica, repetidas
cumbres económicas globales arrojan escasos resultados más allá de promesas
vacías de cooperación.
Son
pocos los países que se salvan de la carnicería económica. Aquellos a los que
les va relativamente bien comparten tres características: bajos niveles de
deuda pública, dependencia limitada de las exportaciones o los flujos de
capital y sólidas instituciones democráticas. De modo que Brasil e India se
podrían considerar refugios, aunque sus perspectivas de crecimiento también se
reducen notablemente.
Como
en la Gran Depresión, las consecuencias políticas son más serias y las
implicancias a más largo plazo, importantes. El colapso de la eurozona (y, para
todos los fines prácticos, el de la propia UE) obliga a una realineación
importante de la política europea. Francia y Alemania compiten abiertamente
como centros alternativos de influencia frente a los estados europeos más
pequeños. Los partidos de centro pagan el precio por su respaldo del proyecto
de integración europea, y son repudiados en las encuestas por los partidos de
extrema derecha o extrema izquierda. Los gobiernos nativistas comienzan a
expulsar a los inmigrantes.
Para
los países cercanos, Europa ya no brilla como un faro de democracia. El Medio
Oriente árabe toma un giro decisivo hacia estados islámicos autoritarios. En
Asia, el conflicto económico entre Estados Unidos y China se desborda hasta
rayar en el conflicto militar, y cada vez son más frecuentes los
enfrentamientos navales en el Mar del Sur de China que amenazan con convertirse
en una guerra a gran escala.
Muchos
años más tarde, le preguntan a Merkel, que se retiró de la política y se volvió
una ermitaña, si piensa que debería haber hecho algo diferente durante la
crisis del euro. Desafortunadamente, su respuesta llega demasiado tarde como
para cambiar el curso de la historia.
¿Un
escenario remoto? Tal vez, pero no lo suficiente.
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