Antonio Papell /06/05/2013
La historia es conocida pero conviene recordarla esquemáticamente: dos economistas de Harvard, Carmen Reinhart y Kenneth Rogoff, prestigiados por un libro relevante de historia económica que alcanzó gran difusión, publicaron en mayo de 2010 un artículo en la American Economic Review que mostraba una correlación empírica de gran interés en medio de la gran crisis económica: examinados todos los países desde el final de la Segunda Guerra Mundial, aquéllos cuya deuda pública se hallaba en la banda entre el 60% y el 90% del PIB crecían anualmente al 3%, en tanto los que sobrepasaban el 90% registraban un retroceso medio del -0,1%.
La razón de ese salto brusco, que constituía el elemento más llamativo del análisis, sería la aparición de una cierta "intolerancia a la deuda", que generaría una subida radical de las primas de riesgo y obligaría por tanto a practicar ajustes dramáticos para recuperar la solvencia y la credibilidad en los mercados.
Reinhart y Rogoff, que en honor a la verdad nunca sacralizaron aquella correspondencia entre crecimiento y deuda, habían proclamado sin embargo lo que el neoliberalismo en boga quería escuchar, y se convirtieron pronto en santones de la nueva verdad revelada, basada en la estabilidad presupuestaria y la responsabilidad fiscal. Krugman recordaba hace poco un vibrante editorial de The Washington Post de principios de este año en que el influyente diario advertía contra la tentación de seguir acrecentando el déficit norteamericano porque -escribía- estamos "peligrosamente cerca de la marca del 90% que los economistas consideran una amenaza para el crecimiento económico sostenible". El nobel hace notar que aquellos dos expertos investigadores se habían convertido de repente para lo más granado del sistema mediático en "los economistas" en su totalidad.
El resto de la historia es conocido: tres economistas de Massachussetts (Herndon, Ash y Pollin) descubrieron un error insalvable en el análisis. Y Mike Konczal advirtió que la ponderación de los datos había sido realizada a la ligera. En definitiva, el dato correcto era que los países con una deuda superior al 90% del PIB no decrecían sino que crecían al 2,2%, con la particularidad de que la reducción no era brusca sino lineal, con lo que la urgencia del ajuste ya no existía.
La teoría de Reinhart y Rogoff ha sido sistemáticamente utilizada para criticar la política norteamericana del presidente Obama, que, justo es reconocerlo, sacó al país de la gran crisis con gran eficacia, a costa de un déficit que es aproximadamente del ciento por ciento del PIB norteamericano. Y, como es natural, ha sobrevolado la ortodoxia europea con respecto al déficit, ya que constituía el gran argumento de los conservadores que gobiernan la Unión Europea para instar la disciplina presupuestaria, recogida en el Pacto de Estabilidad y Crecimiento (el término crecimiento fue introducido en su momento, por cierto, a instancias de Mitterrand, quien coló la palabra pero no la idea).
En sentido contrario, la inveracidad del falso axioma deja sin soporte teórico a quienes urgen a los países en dificultades, como España, para que den preferencia a la consolidación fiscal sobre cualquier otro objetivo. Es evidente que el equilibrio presupuestario a lo largo del ciclo económico es un requisito de sentido común de cualquier buena política, pero la estabilidad ya no posee el carácter cuasi taumatúrgico que se le atribuía: en momentos como los actuales, en que nuestro desempleo rebasa lo admisible y lanza a millones de personas a la miseria y la insatisfacción, es legítimo considerar que la recuperación económica tiene preferencia sobre cualquier otra meta que podamos fijarnos. Aunque ello suponga endeudar a nuestros descendientes, quienes a su vez podrán hacer lo propio dentro de unos límites razonables.
En principio, no hay motivos para pensar que el 'error' de Reinhart y Rogoff, quienes han pasado del olimpo de la antesala del Nobel al infierno del ridículo académico, sea intencionado. En cualquier caso, con este episodio se abren nuevos interrogantes sobre el papel de los economistas, tan digno en general pero tan politizado en el peor de los sentidos en algún caso particular. Las ciencias, elementos clave del concepto de cultura, han de contribuir como es natural a la formación cabal de la opinión pública pero no deben prestarse a ser coartada de opciones políticas, siempre opinables y nunca susceptibles de convertirse en verdades científicas.
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