Harold Meyerson /13/01/2013
¿En qué medida afectan a los americanos más ricos las subidas de impuestos recientemente aplicadas? Apenas nada.
Casi todo el debate que ha convulsionado el Capitolio durante el mes de diciembre tenía que ver con el restablecimiento de la tasa impositiva marginal a los ingresos por trabajo, es decir, sobre sueldos y salarios. Pero, ya lo dijo Scott Fitzgerald, los ricos son distintos de ti y de mí, y una de las formas primordiales en que son distintos es que su renta no proviene de sueldos y salarios.
En el año 2006, los cuatro quintos inferiores de los contribuyentes norteamericanos obtuvieron el 82% de sus ingresos de sueldos y salarios, según descubrió un estudio de la Oficina de Investigación del Congreso. El 1% más rico, sin embargo, obtuvo solo el 26% de sus ingresos de ese modo; para la décima parte del 1%, la cifra es sólo del 18,6%.
El estudio también examinaba los dividendos y plusvalías. Sólo el 0.7 % de los ingresos de los cuatro quintos en la parte inferior de la escala proviene de estas fuentes (se ruega tomen nota los que crean que nos hemos convertido en una "sociedad de propietarios") El 1% más rico, sin embargo, obtuvo el 38.2 % de sus ingresos de inversiones, y la décima parte del 1% más rico obtuvo más de la mitad: el 51.9%.
El acuerdo fiscal aprobado por el Congreso la semana pasada elevó la tasa máxima sobre sueldos y salarios del 35% al 39,6%. La tasa sobre ingresos de ganancias del capital y dividendos se elevó solo al 20% de un 15%. No ha habido rasgarse las vestiduras ni crujir de dientes por parte de nuestros compatriotas super-ricos: tienen lo que se dice un bonito acuerdo.
El fundamento intelectual de este acuerdo es todavía más dudoso que el mismo acuerdo. Gravar las rentas por inversiones con una tasa menor que la de las rentas del trabajo fomenta presuntamente una mayor inversión en la economía norteamericana. Pero supongamos que compras una acción de General Electric. El dinero que pagas por esos valores se invertirá tanto en el país como en el extranjero, porque GE, como prácticamente todas las grandes empresas norteamericanas, es una compañía global que mantiene su cuartel general en los Estados Unidos. Ahora supongamos que eres un trabajador de una cadena de montaje en una planta de piezas de motor de aviones de GE en Dayton, Ohio. Todo tu trabajo se lleva a cabo en los Estados Unidos, y la mayoría del gasto que haces es local, aunque muchos de los productos que compras se fabrican el extranjero. Sin embargo, nuestro trabajador de GE puede sufrir una mayor tasa de imposición fiscal que nuestro inversor de GE. Recompensamos al inversor por mandar su dinero fuera, mientras que el trabajador que produce riqueza enteramente dentro de nuestras fronteras no consigue ninguna recompensa semejante. La globalización ha cambiado por completo los patrones de inversión de las grandes empresas norteamericanas, pero nuestras exenciones fiscales para las inversiones se deslizan plácidamente como si las empresas norteamericanas todavía se limitasen a trabajar dentro de nuestras fronteras.
Además, gravar sueldos y salarios con una tasa más elevada que la de las rentas por inversiones significa que el código fiscal le hinca los dientes a una parte que va disminuyendo de modo regular de la renta de los trabajadores norteamericanos. La paga del trabajo ya no es lo que solía ser. Tal como ha documentado la Reserva Federal de San Luis, la renta de sueldos y salarios estimada en julio de 2012 constituye la menor porción del producto interior bruto desde la II Guerra Mundial. La parte de los salarios en el PIB llegó a su máximo en 1969 con un 53.5 %. En 2012 fue del 43.5 %.
¿Adónde fueron a parar esos diez puntos porcentuales del PIB — en la actualidad, cerca de 1,5 billones de dólares cada año — en lugar de a los trabajadores norteamericanos? Ha ido, en una parte significativa, a los beneficios empresariales, cuya parte en la economía ha aumentado conforme ha disminuido la parte que va a los salarios. En el tercer trimestre de 2012 — el periodo más reciente del que tenemos datos — los beneficios empresariales después de impuestos constituyeron la porción mayor del PIB norteamericano desde la II Guerra Mundial: el 11,1 %.
A esta desplazamiento de los salarios a los beneficios se le llama redistribución. Es el hecho central de la vida económica norteamericana. Y constituye la razón primordial por la que la desigualdad económica se ha disparado en los Estados Unidos.
Sin embargo, los salarios, que están descendiendo, se ven gravados con una tasa mayor que la de las rentas derivadas de los beneficios empresariales: plusvalías y derivados. Lejos de mitigar las consecuencias de este cambio, el código tributario norteamericano refuerza la redistribución de los salarios a los beneficios. En términos generales, recompensa a los ganadores de este cambio como de época y penaliza a los perdedores, que son la inmensa mayoría de los norteamericanos.
Las tasas impositivas más bajas a los beneficios y dividendos del capital, por tanto, recompensan de modo efectivo más la deslocalización que el trabajo realizado en los Estados Unidos, hacen aumentar la desigualdad y privan al gobierno federal de ingresos de los que precisará para ayudar a una población que envejece y cumplir sus demás obligaciones. Nada de esto turba a los republicanos, pero estaría bien que los demócratas se dieran cuenta de que estas exenciones fiscales socavan todo aquello que ellos defienden.
Harold Meyerson es un veterano y reconocido periodista estadounidense, director ejecutivo de la revista The American Prospect y columnista de The Washington Post
Sin Permiso
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