viernes, 2 de marzo de 2012

¿Podemos salvar a Europa?

Alfred Gusenbauer
2012-03-01

Viena – En 2011, la crisis financiera y bancaria europea se agravó y pasó a ser una crisis de deuda soberana. Un problema que comenzó en Grecia terminó creando dudas sobre la viabilidad real del euro, e incluso de la misma Unión Europea. Un año después, esas dudas fundamentales no se han disipado.
Pero si uno compara la UE con los Estados Unidos o Japón (donde la deuda pública equivale al 200% del PIB), la mala imagen actual de la Unión no se justifica. De hecho, el nivel de empleo en el conjunto de la UE se mantiene alto, lo mismo que las tasas de ahorro privado. Además, la balanza comercial de la Unión con el resto del mundo está en equilibrio.
Un motivo para dudar respecto del euro y la UE es que, desde la primavera [boreal] de 2010, los líderes europeos no paran de celebrar reuniones de crisis, diseñando cada vez supuestas soluciones que han servido de muy poco y siempre llegan demasiado tarde. Nuestros dirigentes no han empleado jamás todo su poder de fuego económico y político. Por el contrario, más que domesticar los mercados financieros, como pretendían, todavía están bajo su asedio.

No es extraño que con la acción conjunta de la Unión Europea impedida por el provincianismo de los gobiernos nacionales, los mercados financieros apliquen lo que los comunistas daban en llamar la “táctica del salame”: rebanar la Unión pedazo a pedazo, atacando a sus países miembros de a uno por vez. De hecho, el Parlamento Europeo y la Comisión Europea ya están fuera de juego, y ha aparecido un nuevo modelo de gestión para Europa, en el que Alemania toma las decisiones, Francia da las conferencias de prensa y el resto de los países se limita a asentir (excepto los británicos, que una vez más optaron por el aislacionismo).

Esta estructura de gestión es ilegítima desde el punto de vista democrático e injustificada desde el punto de vista de los resultados (que aparentemente no van más allá de meras reacciones ante la presión de los mercados financieros). De hecho, según algunas estimaciones, en 2050 Europa producirá solamente el 10% del PIB mundial y comprenderá apenas el 7% de su población. Para entonces, ni siquiera la economía alemana tendrá peso internacional, por no hablar de las otras economías europeas.

Ya en 2012, año para el que se espera que la economía mundial crezca solamente un 2,5%, la pelea por los pedazos del pastel global se tornará más violenta. Europa está luchando por su supervivencia económica, pero no parece estar enterada.

Entonces, ¿queremos los europeos mantener un papel relevante en el siglo XXI, para lo cual es necesario fortalecer nuestra posición? ¿O estamos dispuestos a dejar que una combinación de rivalidades nacionalistas y autocomplacencia nos conduzca a una penosa decadencia?

Soy defensor de una Europa fuerte, que acepte los desafíos de un mundo sumido en un cambio incesante. Necesitamos un nuevo contrato entre las naciones, generaciones y clases sociales europeas, y esto implica tomar decisiones difíciles. Debemos dejar a un lado egoísmos nacionales, intereses creados, subterfugios y prejuicios. Si Europa quiere que las cosas sigan siendo lo que son, las cosas tendrán que cambiar radicalmente.

En primer lugar, para dotar de legitimidad plena a las decisiones paneuropeas, la UE debe convertirse en una auténtica democracia, con una presidencia elegida mediante votación directa y un parlamento más fuerte. El pacto fiscal acordado en diciembre de 2011 por los miembros de la UE (excepto el Reino Unido y la República Checa) no puede dejarse solamente en manos de burócratas y tribunales de justicia. El pueblo europeo es el auténtico soberano y debe obtener finalmente el derecho de tomar en Europa las decisiones políticas mediante elecciones.

En segundo lugar, debemos reducir la brecha de ingresos. La división cada vez mayor entre ricos y pobres, el estancamiento de los salarios reales y las profundas disparidades regionales en materia de desempleo son moralmente inaceptables y económicamente contraproducentes. La creciente desigualdad de ingresos de la UE produce una mala asignación del poder adquisitivo del que depende desesperadamente la economía para crear crecimiento y empleo.

Por último, hay que encarar una amplia reforma del estado de bienestar. En la actualidad, la UE asigna gran parte de su gasto público a pensiones y atención médica para los mayores, mientras que la educación sufre las consecuencias de una financiación deficiente. Un estado de bienestar que concentra la mayor parte de sus recursos en los ancianos y no ofrece oportunidades suficientes a las generaciones más jóvenes es insostenible. También es preciso resolver las inequidades basadas en privilegios, por ejemplo los esquemas de pensiones del sector público y las ventajas discrecionales para grupos de intereses creados.

Para que estos cambios sean posibles, es inevitable subir los impuestos a la riqueza y a la renta del capital. Pero aunque el consiguiente aumento de los ingresos fiscales mejorará las finanzas públicas europeas, no por ello será menos necesario reformar el estado de bienestar. De hecho, esos ingresos adicionales pueden, en el mejor de los casos, facilitar una transición socialmente responsable a formas de protección social más eficientes.

También es un error creer que las medidas de austeridad (que hasta ahora han concitado la atención de los líderes europeos) servirán para consolidar las finanzas públicas. Europa está al borde de una recesión, y por eso, los Estados deben limitarse a aplicar recortes presupuestarios que no provoquen una contracción de la economía. Asimismo, deben subir solamente aquellos impuestos que, al aumentar, no reduzcan el consumo, la inversión o la creación de empleos.

Se necesita además un “Plan Marshall Europeo” que aporte inversiones en infraestructura, energías renovables y uso eficiente de la energía. Este plan no solamente fomentaría el crecimiento, sino que disminuiría el déficit de cuenta corriente (al permitir una reducción de las costosas importaciones de combustibles fósiles). La única manera de consolidar las finanzas públicas es mediante el crecimiento, no la austeridad.

El Banco Central Europeo debe adaptarse a las nuevas reglas del pacto fiscal. Es preciso reducir la vulnerabilidad de los Estados nacionales a los mercados financieros y sus exagerados tipos de interés. Solamente el BCE, asumiendo el papel de prestamista de última instancia, puede detener la salida de capitales de la eurozona y restablecer la confianza en la capacidad de Europa para resolver sus propios problemas.

A Europa se le acaba el tiempo. Las instituciones de la UE deben extremar su creatividad, ya que el pensamiento convencional no bastará para salvar a la Unión. Solo cuando la UE salga otra vez a flote, podremos emprender la difícil pero necesaria tarea de elaborar y adoptar un nuevo tratado para una nueva Europa.

Alfred Gusenbauer fue canciller federal (primer ministro) de Austria entre 2007 y 2008.

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