Kenneth Rogoff, ese ilustre profesor de Economía y Política Pública en la Universidad de Harvard que ha trabajado como economista jefe del FMI, parece que no ha quedado satisfecho con los desinteresados y leales servicios que ya ha tratado de prestar a la ciencia económica recientemente. Y es que la economía no tiene otra opción que la de parecer a veces una ciencia lúgubre, como cuando Rogoff quiso alertarnos sobre las lamentables consecuencias que se derivaban de que la deuda pública de un país rebasase el 90% de su PIB, para que no nos dejáramos arrastrar por los falsos profetas del estímulo del Estado -lo que se ha visto luego que no era así-.
Pues bien; ahora Rogoff –yo diría que con esa misma intención de que no vivamos engañados-, quiere desvelarnos las razones de «el prolongado misterio de las bajas tasas de interés» (Artículo en El País de 5 de mayo 2013), por si nos hemos creído que esto de deber dinero va a ser siempre Jauja como ya viene pasando desde hace algún tiempo. En realidad cabe decir que no se trata más que de otro capítulo de la misma historia.
Pues bien; ahora Rogoff –yo diría que con esa misma intención de que no vivamos engañados-, quiere desvelarnos las razones de «el prolongado misterio de las bajas tasas de interés» (Artículo en El País de 5 de mayo 2013), por si nos hemos creído que esto de deber dinero va a ser siempre Jauja como ya viene pasando desde hace algún tiempo. En realidad cabe decir que no se trata más que de otro capítulo de la misma historia.
Comienza Rogoff el referido artículo poniéndonos en antecedentes de que « Mientras los encargados de formular las políticas y los inversores se preocupan por los riesgos que implican los ultrabajos niveles actuales de las tasas de interés en el mundo, los economistas académicos continúan debatiendo sobre las causas subyacentes». Para inmediatamente aclararnos que «A estas alturas, todos aceptan alguna versión de la declaración en 2005 del presidente de la Reserva Federal de Estados Unidos, Ben Bernanke, quien afirmó que la raíz del problema está en la “superabundancia mundial de ahorro”. Pero los economistas –dice- no se ponen de acuerdo sobre el porqué de la superabundancia, sobre cuánto durará y, especialmente, sobre si es algo bueno.»
Pues bien, modestamente, yo quiero ver si puedo mediar en esta controversia proponiendo algo como lo siguiente: en ese arduo debate sobre las «causas subyacentes» de la superabundancia y sobre cuánto durará –lo de si es «algo bueno» lo dejo a criterio del lector-, basta cambiar la denominación vaga de ahorro por la más ajustada a la realidad de plusvalía para que, como ahora veremos, tanto las preguntas como las respuestas queden mucho más claras. Así, lo que habría que preguntarse, aceptando otra versión más de la declaración en 2005 de Bernanke, es el porqué de la superabundancia de plusvalía. Formulada la cuestión en esta nueva forma, una primera respuesta se puede encontrar casi de inmediato sin más que dar un vistazo al noticiario que tengamos más a mano. Nosotros, sin ir más lejos, tomaremos el mismo diario El País del día 5 de mayo, que recogía amplia información sobre el fatal accidente ocurrido en la fábrica textil de la EPZ de Dacca en Bangladesh. En torno a esa información, el diario incluye un artículo titulado “El Precio Social de la Ropa”, en el que la periodista Naiara Galarraga hace constar que «El sindicato IndustriALL, que representa a 50 millones de trabajadores en todo el mundo, recuerda que en una camiseta fabricada en Bangladesh que se vende a 20 euros [aquí, en la UE] los costes laborales suponen 1,5 céntimos». Ha leído bien; el coste laboral de producción es 1,5 partes de 2.000, y detrayendo junto con esos 1.5 cts. los costes de materias primas y de transacción –de mercadeo, transportes, envases, etc. (que también contienen costes laborales pero de países con diversos niveles salariales)-, lo demás que queda hasta llegar al precio final es eso que yo, siguiendo a los clásicos, propongo llamar plusvalía (con perdón) y otros prefieren llamar ahorro. De modo que, poniéndonos muy razonables, en estos productos típicos de las grandes cadenas que distribuyen en los países ricos productos de alimentación, vestido, etc. fabricados «fuera», una vez detraídos los costes, la plusvalía que se queda repartida entre todos, allí y sobre todo aquí, llega a ser del 90% del precio final. Coincidiremos en que esto es, ante todo, una superabundancia de plusvalía. (¿o seguimos llamándolo ahorro?).
Pasa a continuación Rogoff en su artículo a detallarnos cuáles eran los factores que en «la declaración original de Bernanke», reducían la demanda de ahorro y aumentaban la oferta» entre los países de la periferia y del centro de la economía mundial. El autor destaca cómo un cambio decisivo en esos factores que determinan los flujos de capital a nivel mundial fue la crisis financiera de los países del sureste asiático de finales de la década de 1990. En aquella ocasión, el flujo de capital –no insistiremos por ahora en si se trata de ahorro o de plusvalía- que normalmente y hasta entonces había circulado del centro hacia la periferia se invirtió y el dinero empezó a fluir de la periferia hacia el centro. No entra Rogoff en aclarar -ni parece que lo hizo Bernanke en su declaración de 2005-, si la crisis que desató ese cambio de sentido del flujo del capital fue un eslabón más de la cadena de crisis que desencadenó la nueva política financiera (con tremenda subida de tipos de interés) que Estados Unidos adoptó con Ronald Reagan como presidente del gobierno y Paul Volcker de la Fed en los primeros años de 1980, pero lo cierto es que aquello produjo una inversión del flujo financiero dentro del área de intercambio comercial y financiera establecida entonces entre Estados Unidos y los países de la región sureste de Asia (Corea del Sur, Taiwán, Indonesia, Malasia…). Más o menos, lo mismo que está pasando ahora en el área formada entre Alemania y algunos países de la zona euro –aunque por un motivo en cierto modo inverso-.
Después de esa explicación según la cual la “superabundancia de ahorro” depende del sentido que tenga el flujo de éste –cosa que no se entiende por qué-, así como que depende del ahorro de los ciudadanos de Alemania, Japón y los petroestados –cosa que sí parece lógica-, todavía se empeña Rogoff en explicarnos a continuación que «La política monetaria, por cierto, no fue parte prominente del diagnóstico de Bernanke». Y sigue explicadnos que «Como la mayoría de los economistas, él [Bernanke] cree que, bla, bla, bla, descolgándose con un auténtico batiburrillo que no aporta nada y en el que no creo necesario entrar.
Pero, a propósito de lo que Rogoff explica en esta parte del artículo sin que en realidad nos aclare nada, yo sí quiero aclarar que entiendo que se trata de más explicaciones sobre las variadas condiciones que deben cumplir los signatarios de préstamos internacionales en línea con ese manual de uso que ha publicado junto con Carmen Reinhart, con el irónico título de “Esta vez es Distinto”. Cualquier truco de experto es válido con tal de que haga parecer que son las finanzas las que deciden el curso de la realidad –que es lo que aquí hace Rogoff-, siempre que de paso este ardid oculte lo que realmente ocurre: y lo que ocurre es que, además de la superabundancia de plusvalía, ya comentada, en la nueva economía global se ha producido una irremisible pérdida de relevancia del factor capital en la función de producción –como trataré de explicar a continuación-, lo que hace que ese factor capital (o ahorro) pierda doblemente valor. ¿Qué determina y por qué se ha producido esa irremisible pérdida de relevancia del factor capital en la función de producción?
Esa pérdida de relevancia del factor capital en la función de producción se debe a que se ha producido un cambio copernicano en el modo de producción a escala mundial. Ese cambio, en mi criterio, guarda un acusado paralelismo con aquél otro que desató la Revolución Industrial en la Inglaterra del siglo XVIII. En aquella ocasión, Marx identificó que «La maquinaria, […] aquel instrumento gigantesco creado para eliminar trabajo y obreros, se convertía inmediatamente en medio de multiplicación del número de asalariados, colocando a todos los individuos de la familia obrera, sin distinción de edad ni de sexo, bajo la dependencia inmediata del capital. [Y así] el valor de la fuerza de trabajo no se determinaba ya por el tiempo de trabajo necesario para el sustento del obrero adulto individual, sino por el tiempo de trabajo indispensable para el sostenimiento de la familia obrera. (K Marx, El Capital, vol. I, pág. 324). Pues bien; de forma similar y parafraseando a Marx –esta es una tesis que seguro comparten muchos otros economistas y que yo avanzo con todas las precauciones convenientes-, las modernas técnicas de gestión (TQM y JIT) y la tecnología que les es propia (las TIC), creadas para resolver los problemas de los empleados hoy en la producción de los países altamente desarrollados, han revitalizado la manufactura y se han convertido inmediatamente en medio de multiplicación del número de empleados, colocando ahora a todos los individuos del globo terrestre, sin distinción de raza, cultura, edad ni sexo, bajo la dependencia inmediata del capital. Y así, el valor de la fuerza de trabajo -y por tanto el salario-, no se determina ya por el tiempo de trabajo necesario para el sostenimiento del empleado afianzado en su puesto de trabajo propio de la sociedad del bienestar de los viejos países ricos –aún aminorado este coste de sostenimiento por el gran flujo de productos y servicios «low cost»- , sino por el escaso tiempo de trabajo necesario para mantener las hasta hoy míseras condiciones de vida de una familia en los nuevos países emergentes del tercer mundo. Este ha sido el gran cambio que se ha producido en el modo de producción que ha provocado un nuevo e insostenible desequilibrio entre salarios y plusvalía (que algunos califican de La Gran Desigualdad), aunque todavía sólo en ciertos sectores (empezando por los de más baja composición orgánica del capital –los intensivos en mano de obra-) y que afecta sobre todo a los costes específicos de producción y mucho menos a los costes asociados a las transacciones. Esto ha dado lugar a un gran cataclismo en el empleo de muchos de los países del mundo, acompañado de un gran aumento de los beneficios a escala mundial que, si en unos casos está yendo a compensar las pérdidas que se producen en las economías de los países ricos, en los más ha formado una superabundante masa de capital que recorre el mundo en forma financiera sin encontrar apenas «oportunidades», por lo que tiene que ofrecerse barato.
Estas son, en mi opinión, las verdaderas razones capaces de explicar «el prolongado misterio de las bajas tasas de interés»; por un lado la abundante oferta de capital derivada de la superabundancia de plusvalía, y por otro su escasa demanda, debido al profundo cambio que ha supuesto pasar a uno modo de producción mucho menos intensivo en capital (y energía).
Pero, a continuación en su artículo, Rogoff nos sigue relatando que «Mucho ha cambiado desde 2005. Tuvimos la crisis financiera, y algunos de los factores citados por Bernanke se han invertido considerablemente. Por ejemplo, la inversión asiática nuevamente experimenta un periodo de auge, liderada por China» pero, según él mismo nos confiesa a continuación, nos sale de su perplejidad ante los hechos: «Sin embargo, las tasas de interés globales son aún menores ahora que en ese entonces. ¿Por qué?». Y sigue explicando que «Hay varias teorías alternativas, la mayoría de ellas muy elegantes, pero ninguna enteramente satisfactoria. Una visión sostiene que los riesgos de crecimiento a largo plazo han aumentado, elevando la prima sobre los activos que se perciben como relativamente seguros, e incrementando el ahorro preventivo en general. Ciertamente –continúa-, la crisis financiera de 2008 debería haber constituido un llamado de atención para los defensores de la gran moderación, una visión que propone que la volatilidad a largo plazo ha disminuido. Muchos estudios –insiste- sugieren que está tornándose más difícil que nunca anclar las expectativas sobre las tendencias de crecimiento a largo plazo. Observen, por ejemplo –concluye Rogoff aquí-, el activo debate sobre la aceleración o desaceleración del progreso tecnológico. Los cambios en el poder geopolítico también generan incertidumbre».
Hasta aquí lo que nos quiere aclarar Rogoff sobre las posiciones analíticas que se mueven en torno a la del presidente de la Fed. Pero, como «está tornándose más difícil que nunca anclar las expectativas sobre las tendencias de crecimiento [junto con las primas de riesgo asociadas] a largo plazo», cuestiones en las que muchos estudios coinciden según Rogoff, esto le da pie a esbozar algunos de los mejores argumentos propios, entre los que de nuevo no tiene inconveniente en confesar su perplejidad: cualquier cosa antes que aceptar la realidad; antes que aceptar que la superabundancia de plusvalía junto con la poca relevancia del factor capital en la función de producción actual, suponen el eje de la cuestión sobre el porqué de los bajos tipos de interés.
Pero en su empeño el autor sigue con los/sus misterios de las bajas tasas de interés, sacando ahora de la chistera un loro al que, a pesar de querer darle la apariencia de águila real, no le permite hablar más que de su chocolate, cuando se extiende en relatarnos cómo «Otra clase de teorías académicas siguen a Bernanke (e incluso, a ideas previas de Michael Dooley, David Folkerts-Landau y Peter Garber) al atribuir las bajas tasas de interés a largo plazo a la creciente importancia de las economías emergentes, pero con el énfasis principal en el ahorro privado más que en el público. Como las economías emergentes –continúa- tienen mercados de activos relativamente débiles, sus ciudadanos buscan refugio en los bonos gubernamentales de los países avanzados. Una teoría relacionada –insiste- indica que los ciudadanos de las economías emergentes tienen dificultades para diversificar el enorme riesgo inherente a sus entornos con rápido crecimiento, pero elevada volatilidad, y se sienten especialmente vulnerables por la debilidad de las redes de seguridad social. Por ello, ahorran extraordinariamente» -concluye. (Por cierto, algo que ya le habíamos leído al infausto predecesor de Bernanke al frente de la Fed, Alan Greenspan) Pero, vuelve una vez más con lo mismo, aunque matizando ahora que «Además, cuando se la observa más de cerca, la explicación de los mercados emergentes, aunque convincente, no resulta tan persuasiva como parece. Las economías emergentes están creciendo mucho más rápidamente que los países avanzados, que, según sugieren los modelos de crecimiento neoclásicos, deberían presionar las tasas de interés mundiales al alza, no a la baja».
Pues claro. Ya se ha dicho aquí; lo que ocurre es que el nuevo modo de producción -de nuevo manufacturero en lugar de maquinizado, y basado en la gestión TQM y la organización reticular JIT- que las grandes cadenas de suministro y empresas transnacionales están implantando en las economías emergentes, reduce mucho la inversión en infraestructura industrial e inventarios, y requiere así mucho menos capital que antes, aunque su implantación es todavía desigual entre sectores y países.
No obstante, el artículo continúa con el empeño en que todo esto es un misterio sobre el que, tratando de aportar algo que lo desvele, el autor nos pone todavía en conocimiento de una nueva paradoja: «De manera similar, la integración de países con mercados emergentes a la economía mundial ha inundado los mercados con mano de obra. Según la teoría estándar del comercio –sigue-, una sobreabundancia mundial de mano de obra debería implicar una mayor tasa de rendimiento del capital, y esto, a su vez, presionaría las tasas de interés al alza, no a la baja». Bueno, tal vez Rogoff ha olvidado que esto de funcionar al revés de cómo debería ya es casi una costumbre de la realidad, ¡pero tampoco es eso!; de nuevo ocurre que no se trata de la teoría estándar del crecimiento o del comercio, sino de una nueva teoría de la producción, aunque, de seguir por ese camino de cuestionar las contradicciones de la teoría convencional con la realidad, al final, hasta existe la posibilidad de toparse con lo que realmente pasa. Pero no hay peligro porque Rogoff se inventa a continuación otra magnífica –no sé si decir fantástica- explicación de por qué ha disminuido la demanda mundial de capital –¡por la restricción mundial del crédito a las pequeñas empresas!- aunque, si es eso, no hay que perder la esperanza de que la realidad vuelva a funcionar como tiene que hacerlo, si bien el enigma de por qué hay tanto capital continúa ahí, y no se pueden hacer más precisiones. Así, lo expresa el autor en la parte final de su artículo al decir: «Claramente, todas las explicaciones deben incluir la restricción mundial del crédito, en especial para las pequeñas y medianas empresas. Una regulación más estricta de los estándares crediticios ha eliminado una importante fuente de demanda mundial de inversión, presionando las tasas de interés a la baja». Y todavía remata con, «Creo que cuando la incertidumbre global desaparezca y el crecimiento mundial se recupere, las tasas de interés mundiales también comenzarán a aumentar. Pero es difícil predecir cuándo se dará esa transición -finaliza. El enigma de la superabundancia de ahorro en el mundo puede continuar intrigándonos durante muchos años».
Y usted, erre que erre, seguirá preguntándole, pero, ¿por qué los prolongados bajos tipos de interés? Y Rogoff, aunque lo sospecha, no puede aclarárselo porque para él, sencillamente, es imposible que ocurra que los ricos –o mejor, «los superricos»- estén ganando demasiado dinero, a la vez que los pobres –o más sencillamente, «la gente»- necesitan cada vez menos dinero para alimentarse e incluso para producir y, por esa simple razón, aunque sea difícil de asimilar para Rogoff, esté sobrando o vaya a sobrar el dinero, lo que explicaría el prolongado misterio de las bajas tasas de interés... y algún que otro misterio financiero más.
Por eso, en lugar de darnos unas razones, Rogoff, al tratar de darnos una explicación sobre el porqué de los bajos tipos de interés ha venido a concluir algo parecido a lo que Kafka cuenta que ocurrió con la leyenda de Prometeo, es decir, que «como se origina en un motivo de verdad, debe acabar finalmente en lo inexplicable».
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