Dani Rodrik /19 de mayo del 2013
La economía, a diferencia de las ciencias naturales, rara vez produce resultados definidos. El problema está en la forma en que se usa a los economistas y sus investigaciones en el debate público.
No sorprende que cuando hay mucho en juego los contrincantes políticos usen todos los apoyos que puedan conseguir de economistas y otros investigadores. Es lo que pasó cuando los políticos conservadores estadounidenses y los funcionarios de la Unión Europea se aferraron al trabajo de dos profesores de Harvard -Carmen Reinhart y Kenneth Rogoff- para justificar su apoyo a la austeridad fiscal.
Reinhart y Rogoff publicaron un documento que parecía demostrar que unos niveles de deuda pública por encima del 90 por ciento del PIB impedían significativamente el crecimiento económico. A continuación, tres economistas de la Universidad de Massachussets en Amherst hicieron lo que se supone que los eruditos habitualmente hacen: reproducir el trabajo de sus colegas y criticarlo.
Junto con un error de hoja de cálculo relativamente menor, identificaron unas opciones metodológicas en el trabajo original de Reinhart y Rogoff que cuestionaban la solidez de sus resultados. Y lo que es más importante, aunque los niveles de deuda y crecimiento seguían teniendo una correlación negativa, se reveló que la evidencia para un umbral del 90 por ciento resultaba bastante débil. Y como muchos han alegado, puede que la propia correlación sea resultado de que poco crecimiento desemboque en un alto nivel de endeudamiento, más que al revés.
Reinhart y Rogoff han negado con firmeza las acusaciones de muchos comentaristas de que eran participantes dispuestos, por no decir negligentes, en un juego de engaño político. Han defendido sus métodos empíricos e insisten en que no son los halcones del déficit que sus críticos retratan.
La tormenta resultante ha nublado el saludable proceso de escrutinio y perfeccionamiento de la investigación económica. Reinhart y Rogoff reconocieron rápidamente el error de Excel que habían cometido. El duelo de análisis aclaró la naturaleza de los datos, sus limitaciones y las diferencias que los métodos alternativos de procesarlos produjeron en los resultados. En definitiva, Reinhart y Rogoff no estaban muy alejados de sus críticos en lo que las evidencias demostraban y cuáles eran las repercusiones políticas.
Así que, el consuelo de toda esta algarada es que ha demostrado que la economía puede avanzar según las reglas de la ciencia. Con independencia de lo alejadas que pudieran haber estado sus opiniones políticas, los dos bandos compartían un lenguaje común sobre lo que constituye evidencia y, en su mayor parte, una perspectiva común para resolver las diferencias.
El problema está en otro sitio, en la forma en que se usa a los economistas y sus investigaciones en el debate público. El asunto Reinhart/Rogoff no ha sido simplemente una disputa académica menor. Como el umbral del 90 por ciento se había convertido en carne política de cañón, su posterior demolición también cobró un significado político más amplio. A pesar de sus protestas, Reinhart y Rogoff fueron acusados de proporcionar cobertura erudita a un conjunto de políticas para las que, de hecho, había pocas pruebas justificativas. Una moraleja clara es que necesitamos mejores reglas de compromiso entre investigadores económicos y legisladores.
Una solución que no funcionará es que los economistas pronostiquen qué uso o mal uso se hará de sus ideas en el debate público y que introduzcan las correspondientes modulaciones en sus declaraciones públicas. Por ejemplo, puede que Reinhart y Rogoff le restaran importancia a sus resultados -como estaban- a fin de impedir que los halcones del déficit los usaran mal. Pero pocos economistas están suficientemente bien templados para contar con una idea clara de cómo evolucionará su política.
Además, cuando los economistas ajustan su mensaje para adecuarse a su audiencia, el resultado es el contrario del pretendido: pierden credibilidad rápidamente.
Piensen lo que ocurre en el comercio internacional, donde la modulación de la investigación es práctica habitual. Por temor a darle alas a los "bárbaros del proteccionismo", los economistas especializados en comercio suelen exagerar los beneficios del comercio y restan importancia a sus costes de distribución y de otra índole. En la práctica, suele desembocar en que determinados grupos interesados del otro bando -como las corporaciones mundiales que pretenden manipular las normas del comercio por su propia ventaja- capturan su argumentario. Así, rara vez se percibe a los economistas como intermediarios honestos en el debate público sobre la globalización.
Pero los economistas deberían poner la honradez sobre lo que dice su investigación al mismo nivel que la honradez sobre la naturaleza inherentemente provisional de lo que pasa como evidencia en su profesión. La economía, a diferencia de las ciencias naturales, rara vez produce resultados perfectamente definidos. Lo cierto es que todo el razonamiento económico es contextual, con tantas conclusiones como posibles circunstancias en el mundo real. Todas las proposiciones económicas son declaraciones condicionales. Así, adivinar qué remedio funciona mejor en un entorno concreto es más un arte que una ciencia.
En segundo lugar, las evidencias empíricas no suelen ser suficientemente fiables como para solucionar de manera decisiva una controversia caracterizada por una opinión profundamente dividida. Esto resulta particularmente cierto en la macroeconomía, evidentemente, donde hay pocos datos y están abiertos a interpretaciones diversas.
Pero incluso en la microeconomía, donde a veces es posible generar cálculos empíricos precisos mediante el uso de técnicas de aleatorización, los resultados deben extrapolarse para poder aplicarse en otros entornos. Las nuevas evidencias económicas sirven para alentar las opiniones -un poco por aquí, un poco por allí- de quienes se sienten inclinados a mantener la mente abierta.
En las memorables palabras del economista jefe del Banco Mundial, Kaushik Basu, "una cosa que los expertos saben, y que quienes no son expertos no saben, es que saben menos de lo que los no expertos creen que saben". Las repercusiones van más allá de no alabar ningún resultado de investigación concreto. Periodistas, políticos y el público en general tiene la tendencia a atribuir una mayor autoridad y precisión a lo que los economistas dicen que a aquello con lo que los economistas verdaderamente deberían sentirse cómodos. Lamentablemente, los economistas no suelen ser humildes, especialmente en público.
Hay otra cosa que el público debería saber sobre los economistas: es la inteligencia, y no la sabiduría, lo que hace avanzar las carreras profesionales de los economistas eruditos. Los profesores de las mejores universidades hoy se distinguen no por tener razón sobre el mundo real, sino por diseñar imaginativos giros teóricos o desarrollar innovadoras evidencias. Si estas habilidades también les hacen observadores perspicaces de las sociedades reales y les proporciona buen juicio, difícilmente será de manera deliberada.
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