sábado, 8 de octubre de 2011

Libia: la guerra dudosa


De acuerdo con filtraciones del alto mando de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) en Libia, Muammar Kadafi está a punto de ser derrotado en su ciudad natal, Sirte, en donde, según fuentes occidentales, se desarrollan combates particularmente mortíferos entre las fuerzas que controlan la mayor parte del país magrebí y sus mentores extranjeros, por una parte, y lo que queda del aparato militar del otrora hombre fuerte libio.

En muy similares términos se habían expresado los líderes de la coalición anti Kadafi hace tres semanas, cuando se inició el asalto a Sirte, y hace mes y medio, al comienzo de los combates por Trípoli. Pero algo no funciona en tales versiones: cabe preguntarse


cómo la facción del ex gobernante ha podido resistir tanto tiempo al asalto combinado de los rebeldes a su régimen –ahora agrupados en el Consejo Nacional de Transición– y de la maquinaria militar más poderosa del mundo. Resulta difícil explicar cómo Kadafi, presentado por los medios occidentales como un dictador prófugo y universalmente repudiado en su país, no ha caído en manos de sus enemigos, o cómo es que éstos no han logrado aplastar los últimos reductos de resistencia del régimen destruido.

Lo cierto es que en el relato libio compuesto por Occidente se ha impuesto una versión un tanto maniquea y caricaturizada de la crisis siria, la cual podría corresponder más a una guerra civil entre etnias y bandos enfrentados que a una insurrección democrática y libertadora. Esa imposición ha ido acompañada de algunas noticias inventadas –recuérdese la falsa captura de uno de los hijos de Kadafi, montada y difundida por medios occidentales– y de muchas otras que desvirtúan la realidad del país norafricano.

El manejo informativo de la situación en la antigua Cirenaica empieza a parecerse a la cobertura de los gobiernos y medios occidentales de las invasiones de Afganistán y de Irak. En el primero de esos infortunados países, se presentó al Talibán y a Al Qaeda como grupúsculos peligrosos pero fácilmente neutralizables por medios militares, y una década después de iniciada la aventura, las fuerzas estadunidenses y europeas siguen empantanadas en Asia Menor sin haber logrado su objetivo de erradicar a ninguno de los dos. En Irak, George W. Bush se apresuró a declarar la victoria y el fin de la guerra a mes y medio de iniciada ésta, cuando faltaban aún varios años para reducir en forma significativa el poder de las milicias sunitas leales a Saddam Hussein.

A la larga, la gran mayoría de los estadunidenses perdió ambas guerras, porque en ellas desapareció el superávit dejado por la administración Clinton a su sucesor, murieron miles de invasores, la moral y las leyes de la superpotencia experimentaron un deterioro sin precedentes desde que concluyó el conflicto de Vietnam y la imagen de Estados Unidos en el mundo fue asociada a las torturas, las masacres de civiles y otros crímenes de guerra. Para los países invadidos y ocupados, la agresión extranjera se ha traducido en la pérdida de decenas de miles de vidas, en una destrucción material inconmensurable, en la pérdida de la soberanía y en un retroceso generalizado de los niveles de vida y de cultura. Los únicos que han ganado con esos conflictos han sido los accionistas de las empresas agrupadas en el llamado complejo militar-industrial.

Algo semejante podría estarse larvando en la convulsionada Libia, en donde no habrá –como no los hay en en Irak y Afganistán– un gobierno democrático consolidado tras la derrota final de Kadafi. Se instalará allí, en el mejor de los casos, un protectorado conflictivo e impresentable; en el peor, pasarán años de violencia y conflicto. Occidente no escarmienta.

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