José María Ridao escribía hace poco en “El País” sobre el riesgo de deriva dictatorial de los gobiernos de tecnócratas; de cómo éstos podían acabar desplazando a los democráticos. Ridao recordaba la aristocracia de sabios de Platón; sus gobiernos de expertos, supuestamente apolíticos y neutrales. Y sostenía que “la ciencia económica actúa obedeciendo sus propias leyes”, ajena a intereses sociales y relaciones de poder, guiada por el pragmatismo. El problema estribaría, entonces, en la aplicación de la ciencia económica, porque ésta “justifica todos los sacrificios”.
La responsabilidad no sería, pues, de los sabios sino del saber, de la misma ciencia que aplican. Pero en realidad no hay una única forma de hacer economía, ni ésta se rige por principios aislados, ajenos de la sociedad en que se enmarca. La economía sirve a intereses concretos, los de unas elites cada vez más poderosas. Beneficia a unos mientras perjudica a otros. Los llamados mercados no son eficientes, ni justos, ni sabios, tampoco auto-corrigen sus comportamientos suicidas; los mercados sólo persiguen su beneficio. ¿Podemos, pues, permitir que éstos nos gobiernen?
En economía, como en cualquier ciencia social, es imposible la neutralidad aséptica de un laboratorio. Esta complicación metodológica distingue las disciplinas sociales de las naturales, con sus leyes exactas, y en las que el objeto de análisis es totalmente externo al investigador, facilitando una mayor objetividad. En la economía, sujeto y objeto de análisis forman parte de lo mismo, de la sociedad. Los comportamientos e ideas económicas responden a un tiempo histórico y a unos intereses sociales y económicos concretos; en el éxito e influencia política de unas u otras doctrinas influyen las relaciones de poder.
Si a esto sumamos la interesada preeminencia del pensamiento neoclásico en universidades y think tanks, a beneficio de sus patrocinadores, entenderemos por qué las recetas del pensamiento único están teñidas de subjetividad, desmintiendo la imparcialidad de economistas y tecnócratas, respondiendo en su reiteración al poder cuasi-ilimitado de las empresas globalizadas; y lo complicado que resulta abstraerse de tanto canto de sirena en los entornos profesionales si no quieres quedarte fuera. El problema son tanto el falso saber como los falsos sabios. Y cómo la política se ha subordinado de forma rotunda a esta ciencia, excedida de sus funciones, hasta dejar de ser ciencia instrumental.
Hace pocos meses un grupo de estudiantes de Economía de Harvard se retiró de la cátedra de Introducción a la Economía en protesta por su contenido y enfoque. Los alumnos criticaron el vacío intelectual y la corrupción moral y económica de gran parte del mundo académico, cómplice por acción y omisión de la crisis, y reclamaron una economía crítica que incorporara alternativas económicas. Quizás la revolución contra los falsos sabios parta de las aulas. Quizás sea posible aún recuperar la preeminencia de la política frente al economismo; recuperar la idea saint-simoniana de que la felicidad y el bienestar de las mayorías son las auténticas bases legitimadoras del poder político. Porque no hay peor disparate que subordinar un programa de gobierno al empeño de recortar varios puntos de déficit, para así contentar a una Europa de burócratas -o tecnócratas-, sometidos a los mercados.
Rebelión
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