J. Bradford Delong /27/02/2008
Berkeley – El profesor de
Harvard Dani Rodrik, quizás el más brillante economista político de mi
generación, señaló hace poco en su blog que un colega ha declarado las pasadas
tres décadas como "la Era de Milton Friedman". Según esta opinión, la
llegada al poder de Ronald Reagan, Margaret Thatcher y Deng Xiaoping produjo un
enorme salto hacia adelante en términos de libertad y prosperidad. Estoy al
mismo tiempo de acuerdo y en desacuerdo con esta afirmación.
A lo largo de su vida,
Friedman adhirió a los siguientes cinco principios básicos:
1. Una política monetaria
fuertemente antiinflacionaria.
2. Un gobierno que comprende
que es agente del pueblo y no un dispensador de favores y beneficios.
3. Un gobierno que no se
inmiscuye en los asuntos económicos de las personas.
4. Un gobierno que no se
inmiscuye en la vida privada de las personas.
5. Una creencia entusiasta y
optimista en el poder del libre debate y la democracia política para convencer
a las personas de adoptar los principios (1) al (4).
Si se compara su accionar con
estos principios, Reagan no siguió (2) ni (4) y adoptó (1) sólo cuando no tuvo
otra opción: la política antiinflacionaria de Paul Volcker en los años 80
desencantó a varios de los más cercanos asesores de Reagan. Thatcher no siguió
el punto (4). Y Deng, si bien significó un gran avance con respecto a sus
predecesores Lenin, Stalin, Krushchev y Mao, no siguió ninguno de ellos, con la
posible excepción de (3). No sabemos cuál era el conjunto de disposiciones
económicas deseadas por Deng cuando se refería a un sistema de "socialismo
con características chinas", y lo más probable es que él tampoco lo
supiera.
Sin embargo, estoy en parte de
acuerdo con la propuesta de la "Era de Friedman", porque sólo el
conjunto de principios de Friedman sirvió como una propuesta segura de si misma
para explicar el mundo e indicarnos cómo cambiarlo. Aún así, yo establecería un
conjunto de principios que le sirvieran de contrapeso, porque creo que -a fin
de cuentas- los principios de Friedman no cumplen lo que prometen.
Mis principios partirían con
la observación de que las economías de mercado y las sociedades libres y
democráticas se construyen sobre una base muy antigua de sociabilidad,
comunicación e interdependencia humanas. Esta base sufría ya suficientes
dificultades cuando las sociedades humanas contaban con 60 miembros, es decir,
ocho órdenes de magnitud menos que los seis millones de nuestra sociedad global
actual.
Así, mis principios se
desarrollarían a partir de la vieja observación de Karl Polanyi de que la
lógica del mercado significa una presión considerable sobre estos cimientos. El
mercado del trabajo impulsa a las personas a desplazarse a donde puedan ganar
más, al precio de potencialmente crear extranjeros en tierras foráneas. El
mercado de bienes de consumo hace que las prioridades de las condiciones de
vida de los seres humanos respondan más a las fuerzas del mercado que a las
normas sociales y a las visiones acerca de la justicia.
Por supuesto, esta crítica al
mercado es unilateral. Después de todo, otras formas de asignación de mano de
obra parecen implicar más dominación y alineación que el mercado laboral, que
ofrece oportunidades -no limitaciones- a las personas. De manera similar, las
"normas sociales" y las "visiones acerca de la justicia
distributiva" suelen terminar favoreciendo a quien tiene más poder o puede
convencer a los demás de que obedecer a los poderosos significa obedecer a
Dios. Las disposiciones del mercado tienen un mayor componente meritocrático
que sus alternativas y estimulan un espíritu de emprendimiento de suma
positiva, facilitando en mayor medida el que se termine haciendo el bien si se
hace lo correcto.
En todo caso, la distribución
del bienestar económico producido por la economía de mercado no se ajusta a
ninguna concepción de lo justo o lo mejor. De manera correcta o errada,
confiamos más en la aptitud y corrección de las decisiones políticas tomadas por
representantes electos democráticamente, más que en decisiones tomadas
implícitamente por las consecuencias no previstas de los procesos del mercado.
También creemos que el gobierno debe jugar un importante papel en regular el
mercado para evitar grandes depresiones, redistribuyendo el ingreso para
producir un mayor bienestar social, y evitando estructuraciones industriales
inútiles producidas por las modas y tendencias que cruzan las mentes de los
financistas.
De hecho, existe un argumento
conservador para los principios democráticos. La democracia social posterior a
la Segunda Guerra Mundial produjo las sociedades más ricas y justas que haya
visto el mundo. Uno puede quejarse de que las políticas industriales y de
redistribución eran económicamente ineficientes, pero no de que fueran
impopulares. Parece que podemos afirmar con propiedad que estabilidad política
de la era de posguerra debe mucho a la coexistencia de economías de mercado
dinámicas y en rápido crecimiento junto con políticas de democracia social.
Friedman habría respondido
que, dado el estado del mundo en 1975, avanzar en dirección a sus principios
fue una gran mejora. Cuando pienso en la política energética de Jimmy Carter,
en Arthur Scargill al frente de la unión de mineros británicos y en la Revolución
Cultural de Mao, me cuesta mucho no estar de acuerdo con él acerca del mundo a
mediados de los 70, pero allí es donde trazaría la línea: si bien ir en la
dirección de Friedman fue sin duda algo positivo en la generación pasada, son
mucho más inciertos los beneficios de seguir avanzando en esa misma dirección
en el futuro.
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