J. Bradford DeLong /31 de julio de 2012
Berkeley - Por muy mala que
uno piense que sea la actual situación de la economía mundial en cuanto al
ciclo económico, ese es solo uno de los cristales con que se puede mirar el
tema. En términos globales de esperanza de vida, riqueza total y nivel tecnológico,
las perspectivas de crecimiento de las economías emergentes y la distribución
general del ingreso, el panorama luce bastante bien. Sin embargo, en otros
aspectos, como el calentamiento global o la desigualdad del ingreso y sus
efectos sobre la solidaridad social dentro de los países, la cosa pinta
definitivamente mal.
Incluso si se mira desde el punto de vista del ciclo económico, la situación ha sido mucho peor en el pasado. Piénsese en la Gran Depresión y las consecuencias de la incapacidad de las economías de mercado de ese entonces de levantarse por su cuenta, debido a la carga que les significaba el desempleo de larga duración.
Si bien no hemos llegado a ese
punto, la Gran Depresión no deja de venir muy al caso, ya que es cada vez más
probable que el desempleo de larga duración acabe por convertirse en un
obstáculo similar para la recuperación dentro de los dos años que se avecinan.
En su momento de mayor
crudeza, en el invierno de 1933, la Gran Depresión parecía una forma de locura
colectiva. Los trabajadores estaban parados porque las empresas no los
contrataban, las empresas no lo hacían porque no veían mercados para sus
productos, y no había mercados porque los trabajadores no tenían ingresos que
gastar.
En ese punto, gran parte del
desempleo había llegado a ser de larga duración, lo que tuvo dos consecuencias.
En primer lugar, la carga de la dislocación económica recayó de manera desigual
sobre la población. Ya que los precios al consumidor bajaron más rápido que los
salarios, subió el nivel de vida de quienes lograron mantener sus empleos. Y,
en su gran mayoría, quienes sufrieron más fueron los que cayeron en el paro y
no pudieron salir.
En segundo lugar, fue quedando
claro que iba a ser muy difícil reintegrar a los desempleados incluso a una
economía de mercado medianamente funcional. Después de todo, ¿cuántas empresas
no preferirían a alguien recién llegado a la fuerza de trabajo, en lugar de un
desempleado ya veterano? El simple hecho de que la economía acababa de sufrir
un largo periodo de desempleo masivo hizo que fuera difícil recuperar los
niveles de crecimiento y empleo que a normalmente se daban por supuestos.
Como soluciones, tanto la
devaluación de los tipos de cambio como la moderación de los déficits
presupuestarios de los gobiernos y el paso del tiempo parecían igual de
ineficaces. Los mercados laborales altamente centralizados y sindicalizados,
por ejemplo en Australia, tuvieron tantas dificultades para enfrentar el
desempleo de larga duración como los mercados laborales descentralizados
y liberalizados, como era el caso de Estados Unidos. La soluciones fascistas a
la italiana resultaron ser igual de infructuosas, a menos que fueran
acompañadas de un veloz rearme, como en Alemania.
Finalmente, en EE.UU. la
proximidad de la Segunda Guerra Mundial y la demanda de bienes militares que
ello implicó impulsaron a los empleadores del sector privado a contratar a
desempleados de larga duración con salarios que les resultaron aceptables.
Pero, incluso hoy, los economistas no pueden explicar con claridad por qué el
sector privado no pudo encontrar la manera de dar ocupación a los desempleados
de larga duración en los casi diez años transcurridos desde el invierno de 1933
a la movilización general para la guerra. El grado de persistencia del
desempleo, a pesar de las diferentes estructuras del mercado laboral e
instituciones nacionales, sugiere que conviene mirar con cautela las teorías
que señalan solamente un fallo específico para explicar todo el fenómeno.
Al principio, durante la Gran
Depresión los desempleados de larga data buscaban con entusiasmo y diligencia
fuentes alternativas de trabajo. Pero pasados unos 6 meses sin lograrlo,
tendían a desalentarse y perder la fe. Tras 12 meses sin empleo alguno, el
típico desempleado seguía en la búsqueda, pero con desgana y sin muchas
esperanzas. Y después de dos años de paro, ante la perspectiva cierta de quedar
al final de la cola de espera de cualquier posible contratación, ya había
perdido toda esperanza. En la práctica, había quedado al margen del mercado de
trabajo.
Así fue el patrón de los
desempleados de larga duración en la Gran Depresión, y también en Europa
occidental a fines de los 80. En un año o dos, es muy posible que lo volvamos a
ver en la región del Atlántico Norte.
Por cuatro largos años he
argumentado que los problemas que experimentamos actualmente en el ciclo
económico hacen necesario aplicar de modo proactivo medidas más expansivas en
lo monetario y fiscal, y que muchos de ellos desaparecerían rápidamente si así
se hiciera, lo cual sigue siendo cierto. No obstante, a menos que se produzca
una interrupción repentina e inesperada de las tendencias actuales, esta
sugerencia va a ir perdiendo cada vez más validez en los próximos dos años.
Tal como están las cosas, lo
más probable es que de aquí a dos años los principales problemas del mercado
laboral en la región del Atlántico Norte no radiquen en el lado de la demanda,
en cuyo caso se podrían solucionar fácilmente con medidas más proactivas de
impulso a la actividad económica y el empleo. Serán más bien problemas
estructurales de participación en el mercado, no susceptibles a curas sencillas
ni fáciles de aplicar.
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