Conga es el proyecto minero
más polémico en el Perú. Y es el más resistido por los habitantes de Cajamarca,
región donde se tendrían que secar cuatro lagunas para extraer el oro. Por
las protestas, el lugar está bajo estado de emergencia y el Presidente Ollanta
Humala ha debido cambiar dos veces el gabinete. Esta es la historia que se vive
en la sierra peruana y en Lima.
Marco Avilés /12/08/2012
La mañana del 28 de julio,
mientras el presidente del Perú caminaba hacia el Congreso para dar su discurso
anual de Fiestas Patrias, el estudiante de ingeniería ambiental Jorge Chávez,
de 22 años, cara de ratón de biblioteca y de 60 kilos de peso, sintió una
mezcla de miedo y dolor cuando un policía le estrujó los testículos en plena
calle, al tiempo que le gritaba:
-Entra al carro,
conchetumadre.
Entre el presidente que
saludaba con la mano a los vecinos del centro de Lima y el estudiante que era
arrastrado de los genitales, mediaban 968 kilómetros. Chávez vive en Celendín,
una provincia de la sierra norte del Perú que esa mañana cumplía 25 días en
estado de emergencia.
Muchos de sus vecinos se oponen al gigantesco proyecto
minero Conga, pues temen que el agua se contamine o falte una vez que comience
la explotación de oro y cobre. Por eso han realizado paros, marchas y vigilias
durante casi un año. El 3 de julio murieron cuatro personas, durante una
protesta en la plaza que terminó en una balacera. Una de las víctimas fue un
estudiante de 16 años que, según su madre, quería ser predicador religioso.
Ahora, a causa del estado de emergencia, las personas no se pueden reunir
libremente y los policías pueden ingresar a las casas sin permiso de un juez o,
ya en la libre interpretación de la ley, pueden cogerte de la bragueta cuando
lo crean conveniente. Esa mañana, el estudiante Jorge Chávez entró al
patrullero gritando de dolor, pero antes arrojó su pequeña cámara Lumix, regalo
de su padre. Siete fotos y un video describen la escena que antecede al apretón
policial.
Era un sábado apacible y el
sol invitaba a tomar fotografías. Tres soldados del Ejército posaban abrazados
frente a la pileta de la plaza, como amigos en un viaje de turismo. Al fondo
estaban esas montañas donde la naturaleza ha juntado dos tesoros valiosos, pero
-en esta historia- irreconciliables: el oro y el agua. Debajo de las lagunas de
Celendín hay mucho oro. Para extraerlo, el consorcio minero Conga necesita al
menos 17 años de explotación continua. En ese período, la compañía invertirá
casi US$ 5 mil millones, empleará a 10 mil personas y, además, asegura que
mejorará el abastecimiento de agua de la región. Esa es su oferta. Los
economistas dicen que de Conga dependerá que el Perú mantenga su ritmo de
crecimiento, esa bonanza que en las ciudades más grandes crea la sensación de
que el país se desarrolla mientras parte del mundo se descalabra. Y si Conga no
va, por el contrario, el progreso podría interrumpirse. El pánico que esa
posibilidad genera en las ciudades se enfrenta a otro miedo, más local, más rural.
En Celendín y otras dos provincias implicadas en el proyecto, la mayor parte de
los ciudadanos son agricultores y crían ganado. Ellos temen que la explotación
contamine las fuentes de agua que utilizan. Para explicar que su miedo no es
irracional citan la historia de Hualgayoc, una provincia minera donde las aguas
de dos de sus ríos son de color rojo.
Una noche, a comienzos de
2011, el candidato a Presidente Ollanta Humala visitó aquella localidad y
pronunció un discurso en la plaza de armas ante una multitud.
-He visto un conjunto de
lagunas y me dicen que las quieren vender. ¿Ustedes quieren vender su agua?
-Noooooo.
-¿Qué es más importante? ¿El
agua o el oro?
-El aguaaaaaaaaa.
-Porque ustedes no toman oro.
No comen oro. Nuestras criaturas toman agua. El ganado toma agua. Y de ahí sale
la leche. Salen los quesos. Sale la riqueza. La agricultura necesita el agua.
El agua para los peruanos. ¿Y cómo la vamos a defender?
La respuesta de la multitud es
difícil de entender, pero se oyen gritos de apoyo.
Un año después, el Presidente
Ollanta Humala respalda el proyecto minero. En Celendín, sus antiguos
seguidores dicen de él: nos traicionó, nos estafó, nos mintió. Las paredes de
algunas calles están pintadas con grandes mensajes, “Conga no va”, “Agua sí, oro
no”. Esa mañana de fines de julio, el estudiante Jorge Chávez y cuatro amigos
iban a ver por la televisión el discurso del presidente. Esperaban que
anunciara el fin del estado de emergencia.
Habían sacado un televisor
viejo a la vereda. La calle estaba vacía, pero pronto asomaron por allí cinco
policías. Debían apagar el televisor, les dijeron. Estaba prohibido reunirse.
Nadie se movió. Un agente tomó la iniciativa y tiró del cable de corriente. Los
vecinos de los negocios contiguos se acercaron a ver qué ocurría. Chávez
encendió su cámara y comenzó a fotografiar la discusión. ¿Acaso estaba
prohibido ver el mensaje? Un agente sacó su celular y grabó a Chávez grabando
la trifulca.
-¿Por qué me filmas? -le
preguntó.
-¿Por qué me filmas tú?
-replicó Chávez.
El video termina allí. El
policía arrastró de los testículos al estudiante al interior del patrullero y
le golpeó la espalda con la palma abierta durante el trayecto hacia la
comisaría del lugar. Allí, junto a un colega, condujo al muchacho a una habitación
donde había unos colchones sucios sobre el suelo. Chávez recuerda que el hombre
estaba tan furioso que le lanzó un puñete a la boca. La sangre que brotó asustó
a los policías. Lo llevaron al baño para que se lavara. Alguien abrió el grifo.
No había agua.
Afuera de la comisaría habían
llegado la madre del estudiante y su hermana, de 17 años, junto a algunos
amigos que hacían llamadas telefónicas. Intentaban comunicarse con
organizaciones de derechos humanos y con un congresista de la región. Temían
que los policías trasladaran al muchacho al coliseo deportivo del pueblo, donde
los soldados del ejército han establecido su cuartel y donde, según ellos, le
sacarían “la mugre”.
-Somos gente de bien -repetía
la madre, Lucila Ortiz.
Es una mujer menuda, de cabello
entrecano, y esa mañana vestía una camiseta blanca en cuya espalda se leía el
lema: “Conga no va”. Me contó que su hijo era muy aficionado a la fotografía
desde sus años de colegio y ahora alimenta un blog con noticias sobre los
proyectos mineros de la región. La noche anterior, Chávez se había acercado al
fotógrafo de esta historia para conversar sobre cámaras. Tenía una teoría. “Los
policías te respetan según el tamaño de tu cámara”, le dijo mostrándole su
modesta Lumix. Le ilusionaba tener algún día un equipo profesional.
Al día siguiente, el rumor del
mensaje a la nación llegaba hasta las puertas de la comisaría desde las casas
cercanas.
-A mayo del presente año -leyó
el presidente en un pasaje-, el 74% de los conflictos activos en el país
corresponden al tipo socio ambiental.
Se refería a los 127 casos
donde los ciudadanos de una localidad se oponen a proyectos u obras que podrían
dañar el lugar donde viven. En la región Cajamarca, adonde pertenece Celendín,
hay nueve. En la ciudad de Lima, ninguno. Los conflictos irresueltos originan
paros, huelgas y marchas. Conga sólo es una de aquellas historias. La que más
inestabilidad ha creado al actual gobierno. Esa mañana, en el Congreso, los
ministros del tercer gabinete que el presidente ha formado en menos de un año,
escuchaban el mensaje en primera fila. Entre ellos estaba el abogado Juan
Jiménez Mayor, el nuevo Primer Ministro, quien había intentado distanciarse de
su predecesor, un ex militar que solía expresar sus rabietas por Twitter.
“¡Este es el gabinete del diálogo!”, les dijo Jiménez a los periodistas el
primer día en el cargo.
A casi mil kilómetros, un
policía salió de la comisaría de Celendín y fotografió a los familiares y a los
amigos del estudiante arrestado por fotografiar a los policías.
-¿Por qué me tomas fotos? -le
preguntó la madre del muchacho- ¿Acaso no han detenido a mi hijo por eso?
Déjenme verlo.
El policía guardó la cámara en
un bolsillo y, antes de marcharse, susurró algo al oído de un colega. Este se
acomodó el fusil sobre el pecho con un gesto rápido y acaso inconsciente que, a
fin de cuentas, expresaba toda su autoridad. Entonces, con lacónico enfado,
respondió:
-Señora, cálmese, el chico ya
no está aquí.
***
La distancia entre Lima y el
resto del Perú no sólo es geográfica, sino afectiva. El 19 de junio, dos
lectores del diario El Comercio discutían en un foro sobre el proyecto Conga.
“Lo más razonable sería someter a un referéndum nacional esta propuesta injusta
para arrasar con el ecosistema de Cajamarca”, escribió uno de ellos. Se llamaba
Fernando Obando. Treinta y dos minutos después, Jorge Reyes le respondió: “Nada
de referéndum. La chusma no puede imponerse”.
Unos temen la contaminación.
Otros, el fin del crecimiento económico. En Lima, donde se ejerce la alta
política peruana, la bonanza mantiene la ilusión de que el futuro de la capital
será el de las grandes ciudades del mundo: vendrán los rascacielos, grandes
restaurantes al filo del mar, nuevas cadenas de hoteles y -como ha advertido el
Presidente Humala- quizá un tren subterráneo. Lima está enamorada de lo que
será.
Ese futuro, sin embargo, debe
conjugarse en condicional. Sólo será posible si Conga va. De lo contrario,
ocurrirá el desastre, como profetizan algunos líderes de opinión. “Si Conga no
va, sería como dispararnos a los pies”, escribió en una columna el ex ministro
de Economía Pedro Pablo Kuczynski, quien compitió con Humala por la presidencia
del país.
Las metáforas viajan,
evolucionan, mutan en manos del pueblo. Unos temen a la contaminación. Otros, a
que termine la bonanza. La política moderna, sostiene el ensayista francés Paul
Virilio, no es otra cosa que la administración del miedo público. Y en el caso
peruano, de aquellos miedos.
La noche antes del discurso
presidencial, los soldados con sus fusiles controlaban la plaza de Celendín. La
imagen invitaba a refugiarse en un local donde hubiera cerveza y buena
conversación. El hotel de Gustavo Salazar ofrecía ambas. El es un contador que
trabajó durante 30 años en el Banco de Crédito, en Lima, y ahora vive su jubilación
administrando un hospedaje en la plaza del pueblo. Es un hombre calmado, de
mirada dura y frases categóricas. “Todos tienen derecho a opinar -dijo mientras
me atendía- pero no con violencia”. El prefería no participar en las acciones
que organizan sus vecinos. Hacía unos minutos, unas 200 personas -hombres,
mujeres, ancianos, niños- habían llegado a la plaza, caminado en silencio y
dejado en el atrio de la iglesia decenas de velas encendidas. La policía les
recordó que estaba prohibido reunirse y les pidió que se retirasen.
-Toda esta situación ha
perjudicado a los negocios -añadió Salazar con resignación de comerciante-.
Necesitamos el agua. Pero también el dinero.
En el centro del hotel, seis
peces nadaban en una pileta de agua verdosa.
-Es obvio que lo que ha creado
Dios, el hombre no lo va a igualar -prosiguió el dueño.
Hablaba en un tono filosófico,
pero no se refería a la fuente sino al procedimiento que seguirá el consorcio
Conga para extraer el oro. Primero, secará una laguna para convertirla en una
mina de tajo abierto y utilizará otras dos para depositar allí los relaves.
Después, construirá cuatro reservorios de agua que se alimentarán de las
lluvias y que, según su estudio de impacto ambiental, garantizarán el
suministro a las 40 mil personas que se abastecen de los ríos que nacen de
aquellas fuentes. Así como hay políticos y líderes de opinión que apoyan el
proyecto por razones económicas, del otro lado están los ingenieros y
ambientalistas que se le oponen por razones de salud pública. El ex funcionario
del Banco Mundial Peter Koening es un experto reconocido en manejo de agua y ha
explicado que las 20 lagunas y 600 manantiales que existen en aquella zona
forman un sistema interconectado de agua, como un aparato circulatorio. Dañar
cuatro lagunas será afectar todo el conjunto. Las metáforas evolucionan.
-Un reservorio nunca será
igual que una laguna -diría tres noches después un agricultor, dirigiéndose a
50 de sus vecinos, en un pueblo cercano a las fuentes de agua-. Es como el
corazón. Si te cambian el corazón por uno falso, todo tu cuerpo y tu sangre
cambiarán. El agua de las lagunas es buena, es natural, como la sangre. No es
agua empozada. Se filtra por el suelo. Se evapora. Se limpia sola. Allá arriba
hay animalitos que viven. Hay truchas. Hay patos. Ellos y nosotros tomamos esta
agua.
Ahora, frente a la pileta
verdosa del hotel, el antiguo contador bancario que nunca protesta en la calle
ni enciende velas, me dijo que los limeños se habían acostumbrado a mirar a las
provincias “por encima del hombro. Parece que preferirían que no tuviéramos una
opinión”.
***
El estudiante Jorge Chávez se
levantó de la cama y se quitó la camiseta para mostrar sus brazos con
moretones. Estaba en casa y se distraía mirando la televisión. Hablaba
despacio, con pausas, debido al dolor en la boca. Su labio superior lucía
hinchado y ocultaba una herida. Los policías que lo detuvieron en Celendín lo
trasladaron a una oficina de Cajamarca, a tres horas de distancia, mientras por
las redes sociales circulaban noticias y reclamos sobre su arresto. Chávez dice
que, al verlo, el oficial a cargo de esa oficina se puso nervioso y empezó a
hacer llamadas telefónicas. Su despacho estaba lleno de funcionarios pro
Derechos Humanos que esperaban noticias. Liberó a Chávez casi de inmediato.
-Supongo que no soy peligroso
-dijo mientras volvía a vestirse, un día después del arresto.
-¿Has visto tu cámara? -le
pregunté.
Negó con la cabeza. Su padre,
que escuchaba la conversación, se la entregó apenado. Es un hombre bajo, de
hombros anchos, que administra un hotel. Chávez revisó el artefacto con
minuciosidad de relojero. El lente estaba abierto y no se podía cerrar ni cuando
se apagaba la cámara. “Puta madre”, susurró. La dejó sobre el velador y salió a
la puerta de su casa a tomar aire. Un policía estaba parado en la vereda,
vigilando. Chávez retrocedió y, mirándome, confesó:
-Lo peor es que ahora me dan
miedo.
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