sábado, 4 de febrero de 2012

Por qué el bloqueo del estrecho de Ormuz podría desencadenar una guerra y provocar una depresión mundial


Michael T. Klare / 31/01/2012

Desde el pasado 27 de diciembre se forman negros nubarrones de guerra en el estrecho de Ormuz, el angosto paso marítimo que conecta el golfo Pérsico con el océano Índico y el resto del mundo. Ese día, el vicepresidente iraní Mohamad Reza Rahimi advirtió de que Teherán bloquearía el estrecho y sembraría el caos en los mercados internacionales de petróleo si Occidente aplicaba nuevas sanciones económicas a su país. “Si imponen sanciones a las exportaciones de petróleo de Irán,” declaró Rahimi, “entonces no pasará ni una gota de petróleo por el estrecho de Ormuz.” El presidente de EE UU, Obama, afirmó que esa medida supondría un ataque a intereses vitales de su país y, según se ha informado, comunicó al líder supremo de Irán, el ayatolá Ali Jamenei, que Washington haría uso de la fuerza para mantener abierto el estrecho. Para dar empaque a sus amenazas, ambos bandos han estado concentrando fuerzas en la zona y han llevado a cabo provocadoras maniobras militares.

De repente, el estrecho de Ormuz se ha convertido en el punto más caliente del planeta, el lugar que tiene más probabilidades de ser escenario de un choque importante entre adversarios armados hasta los dientes. ¿Por qué se ha vuelto tan explosivo? El petróleo, por supuesto, es la parte principal de la respuesta, pero –y esto tal vez sorprenda– no es más que una parte.


El crudo sigue siendo la fuente de energía primordial en el mundo, y alrededor de una quinta parte de los suministros de petróleo del planeta pasa en barco por el estrecho. “Ormuz es el cuello de botella más importante del mundo a causa de los 17 millones de barriles que lo han cruzado cada día en 2011,” señaló el Departamento de Energía de EE UU a finales del año pasado. Puesto que no hay ninguna otra zona que pueda sustituir a esos 17 millones de barriles diarios, cualquier bloqueo duradero produciría escasez de petróleo, el precio se dispararía y sin duda provocaría el pánico y el caos económico. Nadie sabe cuánto subiría el precio del petróleo en tales circunstancias, pero muchos analistas creen que el precio del barril podría dar de inmediato un salto de 50 dólares o más.

“Se produciría una reacción internacional que no solo sería desaforada, sino incluso irracional,” dice Lawrence J. Goldstein, un consejero de la Energy Policy Research Foundation (Fundación para el Estudio de la Política Energética) estadounidense. Aunque expertos militares dan por sentado que EE UU utilizará su aplastante superioridad militar para limpiar el estrecho de minas iraníes y cualquier obstáculo en cuestión de días o semanas, el caos que se apoderará de la región no se superará rápidamente, por lo que el precio del petróleo permanecerá en cotas altas durante mucho tiempo. En efecto, algunos analistas temen que, cuando ya ronda los 100 dólares por barril, rápidamente se duplicaría para superar los 200 dólares, anulando de un plumazo toda perspectiva de recuperación económica de EE UU y Europa Occidental, y tal vez sumiendo el planeta entero en una nueva Gran Depresión.

Los iraníes son muy conscientes de ello y blanden este escenario de pesadilla para disuadir a los dirigentes occidentales de aplicar nuevas sanciones económicas y ataques encubiertos, amenazando con cerrar el estrecho. Para calmar los temores, portavoces estadounidenses han declarado categóricamente que están resueltos a mantener el estrecho abierto. En estas circunstancias de alta tensión, cualquier paso en falso por una u otra parte podría resultar catastrófico y convertir la mutua beligerancia retórica en un enfrentamiento real.

Jefe militar del golfo Pérsico

En otras palabras, el petróleo, que da alas a la economía mundial, es el factor más evidente que genera los rumores de guerra, por no decir la guerra misma. Sin embargo, hay otros factores políticos asociados que pesan cuando menos lo mismo en la balanza y que, por mucho que puedan derivarse de la geopolítica del petróleo, han adquirido vida propia. Debido a que gran parte del petróleo más accesible del mundo está concentrado en el golfo Pérsico, y por el hecho de que el flujo constante de crudo es absolutamente esencial para el bienestar de EE UU y la economía mundial, este país sigue desde hace mucho tiempo una política encaminada a impedir que Estados potencialmente hostiles puedan adquirir la capacidad para dominar el golfo o bloquear el estrecho de Ormuz. El presidente Jimmy Carter fue el primero en articular esta posición en enero de 1980, tras la Revolución Islámica en Irán y la invasión soviética de Afganistán. “Todo intento por parte de una fuerza externa de hacerse con el control de la región del golfo Pérsico será considerado un ataque a los intereses vitales de los Estados Unidos de América,” declaró en una sesión conjunta del Congreso, “y ese ataque será repelido por todos los medios que hagan falta, incluida la fuerza militar.”

De conformidad con este precepto, Washington se autonombró jefe supremo del golfo Pérsico, dotado de suficiente poderío militar para imponerse sobre cualquiera que quisiera disputarle esa función. Al mismo tiempo, sin embargo, el ejército de EE UU no estaba bien organizado para poner en práctica la iniciativa del presidente, conocida desde entonces por el nombre de “doctrina Carter”. Por tanto, el Pentágono creó entonces una nueva estructura, el Mando Central (CENTCOM), que recibió de inmediato la misión de aplastar cualquier potencia rival en la región y mantener las vías marítimas bajo control estadounidense.

El CENTCOM entró en acción por primera vez en 1987-1988, cuando fuerzas iraníes atacaron petroleros kuwaitíes y saudíes durante la guerra entre Iraq e Irán, amenazando con interrumpir el flujo de suministro de petróleo a través del estrecho. Para proteger los petroleros, el presidente Reagan ordenó que izaran el pabellón estadounidense y fueran escoltados por buques de guerra de EE UU, con lo que la V Flota afrontó por primera vez un choque potencial con los iraníes. A raíz de esta acción se produjo el desastre del vuelo 655 de Iran Air, un avión civil que transportaba a 290 pasajeros y tripulantes que murieron cuando la aeronave fue abatida por un misil disparado desde el crucero Vincennes, que la confundió con un avión de combate enemigo, una tragedia ya olvidada en EE UU, pero todavía profundamente sentida en Irán.

Irak fue aliado de hecho de EE UU durante la guerra Irán-Irak, pero cuando Sadam Husein invadió Kuwait in 1990 –lo que supuso una amenaza directa para el dominio de Washington en el Golfo–, el primer presidente Bush ordenó al CENTCOM que protegiera a Arabia Saudí y expulsara a las fuerzas iraquíes de Kuwait. Y cuando Sadam reconstruyó sus fuerzas y su existencia misma volvió a suponer una amenaza latente para el control estadounidense de la región, el segundo presidente Bush ordenó al CENTCOM que invadiera Irak y acabara con su régimen de una vez por todas (cosa que, como nadie olvidará, dio lugar a una cadena de desastres).

Si el petróleo se halla en la raíz del papel dominante de Washington en la región del Golfo, con el tiempo ese papel se fue convirtiendo en otra cosa: una clara expresión de la condición de EE UU como superpotencia mundial. Al erigirse en mandamás militar del Golfo y en autonombrado guardián del tráfico de petróleo a través del estrecho de Ormuz, Washington decía al mundo: “Nosotros, y nadie más que nosotros, somos los que podemos garantizaros la seguridad de vuestro suministro diario de petróleo y de este modo evitar el colapso económico mundial.” De hecho, al terminar la Guerra Fría –y con ella un sentimiento de orgullo e identidad de EE UU como baluarte frente al expansionismo soviético en Europa y Asia–, la protección del flujo del petróleo del golfo Pérsico pasó a ser el principal argumento de EE UU a favor de su estatuto de superpotencia, y lo sigue siendo hoy en día.

Todas las opciones sobre la mesa

Con la caída de Sadam Husein en 2003, la principal amenaza potencial para el dominio estadounidense en el golfo Pérsico pasó a ser, por supuesto, Irán. Ya en la época del sha, que fue durante mucho tiempo el hombre de Washington en Oriente Medio, los iraníes pugnaban por convertirse en la principal potencia de la región. Ahora, bajo un régimen islamista de confesión chií, se muestran no menos decididos a ello e –ironías de la historia– gracias al derrocamiento de Sadam y la instauración de un Gobierno dominado por los chiíes en Bagdad, han logrado ampliar su influencia política en la región. Vista la suerte que corrió Sadam, también han reforzado su escudo defensivo militar y se han embarcado en lo que muchos analistas occidentales consideran un programa de enriquecimiento de uranio capaz de aportarles material fisible para la bomba atómica, si la dirección iraní decide algún día dar este fatídico paso.

Irán desafía así, y por partida doble, la condición proclamada de Washington en la región del Golfo. No solo es un país razonablemente bien armado con influencia significativa en Irak y otros países, sino que además, al impulsar su programa nuclear, amenaza con complicar enormemente la futura capacidad de EE UU de lanzar ataques punitivos como los desencadenados contra las fuerzas iraquíes en 1991 y 2003. Mientras que el presupuesto de defensa iraní es más bien modesto y su fuerza militar convencional nunca llegará a estar ni de lejos a la altura de las fuerzas superiores del CENTCOM en una confrontación directa, su eventual intento de dotarse de armas nucleares complica enormemente los cálculos estratégicos en la región. Incluso sin haber dado el paso definitivo para fabricar realmente los componentes para la bomba –y hasta ahora no hay pruebas de que Irán haya dado este paso crucial–, el esfuerzo nuclear iraní ha alarmado a otros países de Oriente Medio y puesto en tela de juicio la firmeza del dominio regional de EE UU de cara al futuro. Desde el punto de vista de Washington, una bomba atómica iraní, sea real o no, supone una amenaza existencial para la condición de superpotencia de EE UU.

La forma de impedir que Irán no solo se nuclearice, sino también que siga amenazando con nuclearizarse, se ha convertido en una obsesión en la política exterior y militar de EE UU en los últimos años. Una y otra vez, los dirigentes estadounidenses han estudiado planes de desbaratar el programa iraní mediante bombardeos y ataques con misiles contra instalaciones nucleares sospechosas. Los presidentes Bush y Obama se han negado a descartar esta opción, como dejó claro Obama una vez más en su reciente discurso sobre el estado de la Unión. (Los israelíes también han proclamado repetidamente su deseo de emprender esa vía, tal vez para animar a Washington a asumir la tarea.)

La mayoría de analistas serios han llegado a la conclusión de que el uso de la fuerza militar sería sumamente arriesgado, causando probablemente numerosas bajas civiles y provocando una fuerte respuesta de los iraníes. Es posible que ni siquiera lograra el objetivo de detener el programa nuclear iraní, que en gran parte se desarrolla ahora a gran profundidad bajo tierra. Así, los dirigentes estadounidenses y europeos están de acuerdo en que es preferible aplicar sanciones económicas para forzar a los iraníes a sentarse a la mesa de negociaciones, donde se les podría convencer de que abandonaran sus ambiciones a cambio de diversas ventajas económicas. Sin embargo, estas sanciones económicas crecientes, que parece que están causando cada vez más dificultades económicas a la población iraní, han sido calificadas por los dirigentes del país de “acto de guerra”, justificando sus amenazas de bloquear el estrecho de Ormuz.

Otro factor que tensa todavía más la situación es que los dirigentes de ambos países, EE UU e Irán, se ven muy presionados para que respondan con firmeza a las amenazas del bando contrario. Obama, que se presenta a la reelección, es objeto de feroces –por no decir espeluznantes– ataques por parte de los candidatos presidenciales republicanos en liza (salvo, por supuesto Ron Paul) por su incapacidad para poner coto al programa nuclear iraní, aunque ninguno de ellos tiene un plan creíble para conseguirlo. El presidente, a su vez, ha ido subiendo el tono en sus manifestaciones sobre la cuestión. En cuanto a los dirigentes iraníes, parecen estar cada vez más preocupados por el continuo deterioro de la situación económica de su país y, sin duda por temor a un levantamiento popular similar al de la “primavera árabe”, utilizan una retórica cada más y más belicosa.

De este modo, el petróleo, el prestigio del predominio mundial, la pugna de Irán por convertirse en potencia regional y factores políticos internos confluyen en una mezcla explosiva que convierte el estrecho de Ormuz en el lugar más peligroso del planeta. Tanto para Teherán como para Washington, los acontecimientos parecen apuntar inexorablemente a una situación en que puede ser inevitable que se den pasos en falso y se cometan errores de cálculo. Ninguno de los jefes de ambos bandos puede ceder sin perder prestigio y tal vez también sus cargos. En otras palabras, estamos asistiendo a un crucial choque de voluntades en torno al predominio político en una parte sumamente importante del planeta, y en uno y otro lado parece que quedan cada vez menos puertas con el letrero de “Salida”.

Por consiguiente, el estrecho de Ormuz seguirá siendo sin duda, en los próximos meses, la piedra de toque de un potencial conflicto mundial.

http://www.tomdispatch.com/post/175496/tomgram:_michael_klare,_no_exit_in_the_persian_gulf/#more

Michael T. Klare es profesor de estudios sobre la paz y la seguridad mundial en la Universidad de Hampshire, EE UU.


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