Alejandro Nadal /Miércoles 27 de febrero del 2013
Para decirlo suavemente, el desempeño del
capitalismo a escala mundial ha dejado mucho que desear. De manera más clara,
frente a nuestros ojos tenemos un desastre desarrollándose en cámara lenta. No
sólo el crecimiento ha sido mediocre y el problema de la desigualdad se ha
agravado, sino que las crisis se hicieron más comunes y agudas. Los
desequilibrios económicos mundiales se intensificaron y hoy constituyen uno de
los factores más importantes de inestabilidad e incertidumbre. El sector
financiero se expandió de manera absurda y en lugar de que las agencias
reguladoras le tengan bajo control, pudo someter a la política económica a sus
necesidades.
Frente a este panorama se fue consolidando algo muy
engañoso: la idea de que las economías nacionales son entidades que se
auto-regulan, que mantienen equilibrios saludables y casi bajo ninguna
circunstancia requieren de la intervención del gobierno para enderezar el
camino. Esta idea es muy vieja entre los economistas que mantuvieron la fe en
las virtudes del mercado. Esos economistas en muchos casos estuvieron muy bien
apoyados por contribuciones millonarias que les permitieronamplificar el
mensaje sobre la libertad de los mercados. Un buen ejemplo es el de Milton
Friedman y, en especial, en su libro Capitalismo y libertad, pieza
literaria de extraordinaria debilidad intelectual y brutal virulencia
ideológica. No por nada fue uno de los libros de cabecera de Ronald Reagan y
Margaret Thatcher.
Esa idea permitió el renacimiento de la vieja idea
(pre-Keynesiana) de que los gobiernos no pueden y no deben intentar perseguir
objetivos como el crecimiento o el pleno empleo. De acuerdo con esa visión de
las cosas un gobierno debe limitarse a controlar la oferta monetaria y a
mantener un equilibrio en las cuentas fiscales con el fin de allanar el camino
a la inversión privada que, guiada por el supuestamente eficaz mecanismo de
mercado, permitiría alcanzar senderos de crecimiento estable. Personajes como
Robert Lucas, con su esquema aberrante de expectativas racionales (una
entelequia que equivale a decir que en la economía no hay incertidumbre)
contribuyeron a dar una supuesta legitimidad científica a modelos inconsistentes.
El capitalismo no configura economías bien portadas
con armonía social y prosperidad compartida. La inestabilidad de sus
principales agregados es su rasgo esencial. Una de sus características más
peligrosas es su capacidad para mantener altos niveles de desempleo durante
prolongados periodos de tiempo. Finalmente, es en los periodos de aparente
calma y estabilidad cuando se gestan en su seno las severas crisis que han
marcado toda su historia.
Por eso, en una economía capitalista se necesita un
gobierno capaz de determinar el nivel óptimo de gasto para estabilizar la
inversión, el crecimiento y el empleo. Esto requiere definir y aplicar un nivel
adecuado de imposición fiscal y la correcta asignación de un gasto público
conforme a las prioridades que un esquema democrático determine. Al mismo
tiempo, se requiere que el gobierno tenga la capacidad de financiar un
desequilibrio entre el gasto público y los ingresos fiscales a través del banco
central. Finalmente, para evitar que una economía capitalista termine por
explotar en una crisis terminal, el gobierno debe estar dotado de instrumentos
regulatorios sobre el sistema financiero y bancario. Al fin de cuentas, las
funciones de creación monetaria deben estar sometidas al control de agencias
públicas sujetas a una responsabilidad política ante órganos democráticamente
electos.
Uno de los objetivos centrales de la política
económica es establecer los parámetros de la distribución del ingreso pues el
salario no es un precio que se fija en un imaginario mercado laboral. Sólo en
un marco de política económica responsable es posible determinar el nivel
adecuado de otras variables clave de la vida económica como la tasa de interés
y el tipo de cambio. La primera no es el precio que permite un equilibrio en el
inexistente mercado de ‘fondos prestables’. El segundo no es el mecanismo de
ajuste del desequilibrio en la balanza comercial.
Los tratados de libre comercio y de integración
económica en el mundo neoliberal son instrumentos para eliminar la política
económica. En Europa los tratados de Maastricht y Lisboa son los mejores
ejemplos. Su objetivo fue dotar a los países signatarios de una moneda común al
tiempo que se les imponía un candado en materia de política fiscal. Ese esquema
no sólo les impide emitir su propia moneda, decidir sobre el tipo de cambio o
la tasa de interés. Tampoco podían determinar el nivel de gasto que
consideraran necesario. Todo eso redujo a los países de la eurozona al nivel de
regiones subordinadas a una autoridad central.
El capitalismo con crecimiento estable y
salarios reales en expansión es cosa del pasado. Lo de hoy es el estancamiento,
el desempleo masivo y la pobreza. Urge recuperar la política económica para por
lo menos intentar subsanar las carencias más groseras del capitalismo.
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