Paul Krugman /28 de abri ldel 2014
El nuevo libro del economista francés Thomas Piketty, El capital en el siglo XXI, es un fenómeno genuino. Otros libros sobre economía han sido éxitos de librería, pero el aporte de Piketty es serio; se trata de un trabajo erudito, modificador de líneas de pensamiento, en una forma que no es común en la mayoría de los más vendidos. Y los conservadores están aterrorizados. Por esa razón James Pethokoukis, del Instituto Empresarial Estadounidense (AEI por sus siglas en inglés), advierte en National Review que el trabajo de Piketty se tiene de que refutar porque, de lo contrario, “se difundiría entre eruditos y transformaría el escenario de las políticas económicas donde todas las futuras batallas por políticas se desarrollarán”.
Bien, que tengan suerte con eso. Lo verdaderamente sorprendente respecto al debate hasta ahora es que la derecha parece incapaz de montar cualquier tipo de contraataque sustancial a la tesis de Piketty. En vez de eso, la respuesta ha consistido toda en insultos, en particular afirmaciones de que Piketty es marxista, e igual encasillan a cualquiera que considere que la desigualdad en el ingreso y la riqueza es un asunto importante.
En un momento me referiré a los insultos. Primero, permítanme hablar sobre el motivo por el que El capital en el siglo XXI tiene un impacto de tal envergadura.
Piketty es difícilmente el primer economista que señala que estamos experimentando un marcado aumento en la desigualdad o siquiera en enfatizar el contraste entre el lento crecimiento del salario de la mayor parte de la población y los elevados ingresos de quienes están en la cima. En verdad Piketty y sus colegas han aportado una gran cantidad de profundidad histórica a nuestro conocimiento, al demostrar que, ciertamente, estamos viviendo una Edad Dorada. Pero eso es algo que hemos sabido desde hace un tiempo.
No, lo que es realmente nuevo respecto a El capital en el siglo XXI es que derriba el más preciado de los mitos de los conservadores: la insistencia en que estamos viviendo en una meritocracia en la que la gran riqueza se gana y se merece.
Durante el último par de décadas, la respuesta conservadora a los intentos por convertir en asunto político los elevados ingresos en la cima ha implicado dos líneas de defensa: uno, negar que a los ricos les está yendo tan bien y al resto tan mal como en verdad está sucediendo; pero cuando la negación falla, se afirma que los elevados ingresos en la parte alta son recompensa justificada por los servicios prestados. No los llame el 1% ni los ricos, llámelos “creadores de empleos”.
Pero, ¿cómo se monta tal defensa si los ricos derivan buena parte de su ingreso no del trabajo que hacen, sino de los activos que poseen? ¿Y qué pasa si la gran riqueza de manera creciente no viene de la actividad empresarial, sino de las herencias?
Lo que Piketty muestra es que estas no son preguntas ociosas. Las sociedades occidentales anteriores a la Primera Guerra Mundial estaban dominadas por una oligarquía de riqueza heredada y su libro argumenta convincentemente que estamos bien encaminados de vuelta a aquel estado de cosas.
Así las cosas, ¿qué va a hacer un conservador temeroso de que este diagnóstico se pueda utilizar como justificación para impuestos más altos a los ricos? Podría tratar de refutar a Piketty de una manera sustantiva pero, hasta ahora, no he visto señal alguna de que eso suceda. Más bien, como dije, todo se ha limitado a insultos.
Creo que esto no debería sorprender. He estado involucrado en debates sobre la desigualdad durante más de dos décadas y todavía no he visto “expertos” conservadores que logren disputar las cifras sin enredarse en sus propios mecates intelectuales. El motivo de esto es que parece que los hechos fundamentalmente no están del lado de ellos. Al mismo tiempo, el hostigar o perseguir por supuestamente simpatizar con el comunismo a cualquiera que cuestione algún aspecto del dogma del libre mercado ha sido un procedimiento operativo estándar desde que gente como William F. Buckley trató de bloquear la enseñanza de la economía keynesiana, no demostrando que era errónea, sino denunciándola como “colectivista”.
Aun así, ha sorprendido observar a conservadores, uno tras otro, denunciar a Piketty como marxista. Hasta Pethokoukis, quien es más fino que el resto, llama a El capital en el siglo XXI una obra de “marxismo moderado”, algo que solo tiene sentido si la mera mención de riqueza desigual lo convierte a uno en marxista. (Y tal vez esta sea la forma en que lo ven: recientemente el exsenador Rick Santorum denunció el término “clase media” como “jerga marxista” porque, saben, en Estados Unidos no tenemos clases).
Y la crítica de The Wall Street Journal, predeciblemente, llega al extremo cuando, de algún modo, hace que el pedido de Piketty para impuestos progresivos como una forma de limitar la concentración de la riqueza –un remedio tan estadounidense como el pastel de manzana, que alguna vez fuera defendido no solo por los principales economistas, sino también por políticos de primera línea, incluyendo a Teodoro Roosevelt– fluya hasta constituir uno de los males del estalinismo. ¿Es eso en verdad lo mejor que el Journal puede producir? La respuesta, aparentemente, es sí.
Ahora bien, el hecho de que los apologistas de los oligarcas estadounidenses estén evidentemente perdidos en cuanto a argumentos coherentes no significa que estén en fuga en cuanto a la política. El dinero todavía habla –en verdad, gracias en parte a la corte Roberts (la Corte Suprema liderada desde el 2005 por John G. Roberts) ahora habla más fuerte que nunca–. Aun así, las ideas cuentan también, dan forma tanto a lo que hablamos de la sociedad como, eventualmente, a lo que hacemos. Y el pánico causado por Piketty muestra que la derecha se ha quedado sin ideas.
Traducción de Gerardo Chaves para La Nación
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