Dani Rodrik /08/02/2013
Cambridge – Hubo un tiempo en que los economistas manteníamos distancia de la política. Considerábamos que nuestro trabajo era describir el funcionamiento de las economías de mercado, sus fallos y el modo de fomentar la eficiencia mediante un buen diseño de políticas públicas. Analizábamos las tensiones que suele haber entre objetivos contrapuestos (por ejemplo, la equidad y la eficiencia) y prescribíamos políticas para alcanzar los resultados económicos deseados, entre ellos la redistribución. Correspondía a los políticos aceptar (o no) nuestras sugerencias, y a los burócratas implementarlas.
Pero entonces algunos nos volvimos más ambiciosos. Frustrados al ver que muchos de nuestros consejos quedaban desoídos (¡hay tantas soluciones de libre de mercado que todavía aguardan quién las adopte!), volcamos nuestro instrumental analítico a estudiar el comportamiento de esos mismos políticos y burócratas. Comenzamos a examinar la conducta política con el mismo marco conceptual que usamos para analizar las decisiones de consumidores y productores en una economía de mercado. Los políticos se convirtieron en proveedores de favores públicos guiados por el afán de maximización de ingresos; los ciudadanos, en grupos de presión e intereses especiales ávidos de rentas; y los sistemas políticos se convirtieron en mercados donde se negocian votos e influencia política a cambio de beneficios económicos.
Así nació el campo de la elección racional en economía política, y con él, un estilo teórico que pronto sería imitado por muchos politólogos. El beneficio aparente de esta teoría era que permitía explicar por qué las decisiones de los políticos muchas veces no se condicen con la racionalidad económica. En la práctica, cualquier paradoja económica podía ahora explicarse con dos palabras: “intereses creados”.
¿Por qué en tantas industrias no existe competencia real? Porque las empresas ya establecidas, que se quedan con las rentas de la industria, tienen a los políticos metidos en el bolsillo. ¿Por qué los gobiernos levantan barreras contra el comercio internacional? Porque los beneficiarios de las medidas proteccionistas están concentrados y son políticamente influyentes, mientras que los consumidores están separados y desorganizados. ¿Por qué las élites políticas impiden que se adopten reformas que estimularían el crecimiento económico y el desarrollo? Porque el crecimiento y el desarrollo les restarían poder político. ¿Por qué hay crisis financieras? Porque los bancos controlan el proceso de formulación de políticas para poder correr riesgos excesivos a costa de la población general.
Cambiar el mundo exige comprenderlo, y esta modalidad de análisis parecía llevarnos a un nivel de comprensión de los sucesos económicos y políticos más elevado.
Pero subsistía una profunda paradoja. Cuanto más decíamos estar explicando lo que ocurría, menos espacio quedaba para mejorarlo. Si el comportamiento de los políticos está determinado por los intereses creados a los que están sujetos, no importa cuántas reformas políticas pidan los economistas, nadie los escuchará. A medida que nuestra ciencia social se hacía más completa, nuestro análisis de las políticas públicas se volvía más irrelevante.
Es aquí donde se viene abajo la analogía entre las ciencias sociales y las ciencias naturales. Tomemos como ejemplo la relación entre ciencia e ingeniería. Conforme los científicos obtienen un conocimiento más elaborado de las leyes físicas de la naturaleza, los ingenieros pueden construir mejores puentes y edificios. Los avances en las ciencias naturales mejoran nuestra capacidad de transformar el entorno físico, no la disminuyen.
Pero la relación entre la economía política y el análisis de políticas públicas es enteramente distinta. Al convertir el comportamiento de los políticos en una variable endógena, la economía política incapacita a los analistas. Es como si los físicos formularan teorías que, además de explicar los fenómenos naturales, también dijeran qué puentes y edificios construirán los ingenieros. Si fuera así, ¿para qué servirían las facultades de ingeniería?
¿Le parece a usted que en esto hay algo errado? Pues acertó. En realidad, los marcos conceptuales que se usan en economía política en la actualidad están repletos de supuestos no declarados acerca de los sistemas de ideas subyacentes al funcionamiento de los sistemas políticos. Basta explicitar esos supuestos para que los intereses creados dejen de ser tan decisivos y recuperen su lugar el diseño de políticas públicas, el liderazgo político y la acción humana.
Las ideas dan forma a los intereses, en un proceso que opera a través de tres vías. En primer lugar, las ideas determinan la autopercepción de las élites políticas y los objetivos que persiguen (dinero, honor, estatus, continuidad en el poder o, simplemente, un lugar en la historia). Estas cuestiones identitarias son determinantes de sus acciones.
En segundo lugar, las ideas determinan las creencias de los actores políticos respecto del funcionamiento del mundo. Si los grupos de poder empresariales creen que el estímulo fiscal solamente produce inflación, entonces presionarán a favor de ciertas políticas, pero si creen que genera aumento de la demanda agregada, presionarán por otras. El gobierno necesitado de recaudar fijará un impuesto menor si cree que es fácil evadirlo y uno mayor si piensa que es difícil.
Finalmente, lo más importante desde el punto de vista del análisis de políticas públicas es que las ideas determinan el conjunto de estrategias que los actores políticos creen tener a su disposición. Por ejemplo, para conservar el poder, las élites pueden suprimir cualquier actividad económica, pero también pueden alentar el desarrollo económico y diversificar su propia base económica, forjar alianzas, fomentar políticas públicas de industrialización o adoptar una variedad de estrategias, sin otros límites que los que marque su propio poder de imaginación. Basta ampliar la variedad de estrategias viables (que es lo que se logra con un buen diseño de políticas públicas y un buen liderazgo) para cambiar radicalmente el comportamiento de los actores y el resultado de sus interacciones.
De hecho, esto explica algunos de los vuelcos más sorprendentes que se han visto en materia de desempeño económico en las últimas décadas, como el espectacular despegue de Corea del Sur y China (en los sesenta y a fines de los setenta, respectivamente). En ambos casos, los principales beneficiados fueron los “intereses creados” (el establishment empresarial coreano y el Partido Comunista de China). Las reformas fueron posibles no por una reconfiguración del poder político, sino porque aparecieron estrategias nuevas. A menudo, el cambio económico no sucede cuando se derrota a los intereses creados, sino cuando esos mismos intereses empiezan a emplear otras estrategias para alcanzar sus metas.
Sin lugar a dudas, la economía política sigue siendo importante. Sería difícil comprender las políticas que existen en un momento dado si no se tiene una idea clara de quién gana y quién pierde al mantenerse el statu quo. Pero al recalcar demasiado el papel de los intereses creados corremos el riesgo de distraernos de las contribuciones fundamentales que pueden hacer el análisis de políticas públicas y el activismo político. Las posibilidades de cambio económico no están limitadas solamente por las realidades del poder político, sino también por la pobreza de nuestras ideas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario